Revista Opinión
Publicado en el diario Hoy, 27 de diciembre de 2010
No hace mucho pregunté a mis alumnos de cuarto de ESO si habían visto en el cine Tron: Legacy, estrenada esa misma semana. Un alumno me miró y sonrió, aclarándome: «¿Para qué?, si te la puedes bajar de Internet». La ciudadanía, ya sean adolescentes o adultos, percibe la red como un extenso almacén, a ser posible gratuito, de contenidos de ocio y entretenimiento. Tan solo una escasa minoría accede a Internet con la esperanza de ampliar sus conocimientos o sacar cualquier tipo de provecho intelectual entre enlace y enlace. Seamos sinceros, Internet es un parque temático, una feria prolija de títeres digitales que mantiene entretenido al respetable. Y si encima la función nos puede salir gratis, pues el circo es perfecto. Basta con pasar por la única taquilla imprescindible: los proveedores de Internet, que a unas decenas de euros te permitirán abrir todo un universo de posibilidades lúdicas, y las compañías eléctricas, que cargarán de energía tus gadgets digitales a otro tanto.
La ciudadanía aplaude la defensa de una red abierta al intercambio de ideas y contenidos digitales entre usuarios; el éxito de las redes sociales y de los blogs lo constata. Nunca en la historia de la Humanidad los usuarios habían producido ellos mismos tanta cantidad de información sin la mediación de la industria cultural. Esta cultura emergente del intercambio gratuito de información no puede interpretarse sino como un detonante de la necesidad de la ciudadanía de crear y expresarse libremente, sin la intervención o el mecenazgo del mercado. Sin embargo, algunos grupos sociales que defienden la libertad en la red no solo pretenden fomentar y proteger esta cultura ciudadana, sino que aspiran a una utopía en la que instituciones políticas y empresas queden fuera de este espacio soñado por ellos como una sociedad digital libertaria y comunal, donde todo sea de todos y nadie quede privado de aquello que crece libremente por la red, sin dueño, leyes o fronteras.
Sin embargo, debemos admitir que la red es y será cada vez más un espacio en el que deben convivir tanto aquellos que desean expresarse y compartir de manera gratuita como aquellos otros que quieren hacer dinero, ofreciendo servicios a la ciudadanía previo pago. El desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación es relativamente reciente. Empresas y usuarios están comenzando a comprender la riqueza cultural y de negocio que puede suponer hacerse oír en la red. Ambos deberán necesariamente entenderse, exigiendo al Estado una regulación equilibrada, que tenga en cuenta los intereses de ambos implicados. Pretender convertir la red en una tienda es tan desaconsejable como lo sería transfigurarla en una comuna jipi, sin normas que la protejan. La libertad de expresión pasa por admitir el derecho a que cada cual pueda vender en Internet sus productos o regalarlos, si así lo desea.
En cualquier caso, aquellos que somos padres o nos dedicamos a labores educativas vemos graves peligros tanto en el absolutismo de la cultura de la gratuidad como en el de la cultura entendida como mero consumo. La asunción generalizada de que en la red todo es accesible sin coste alguno, supone no reconocer el esfuerzo de aquellos que elaboraron los productos. Asimismo, la falta de calidad de los audiovisuales descargados en la red devalúa la sensibilidad artística del usuario, obviando con ello la riqueza de matices que ofrece la obra tal y como lo concibió su autor. Esto se hace patente de manera virulenta en el cine, concebido no como un arte o una forma de conocimiento sino como una distracción más dentro de nuestro ocio semanal. De hecho, si algo debiera ser gratuito en la red son las obras culturales de reconocido valor universal, ya sean literarias, musicales o cinematográficas. Cualquiera debería acceder en la red a Ciudadano Kane, a El Quijote o los conciertos de Mozart sin coste alguno, como ya son accesibles en cualquier biblioteca pública. Pero no son estos productos los que el usuario medio demanda liberar en la red. Quiere acceder a obras de consumo rápido, películas de entretenimiento, libros para tumbarse y olvidarse del trajín diario, música de fácil digestión y fuerte demanda social.
Por lo tanto, lo que está en juego a la hora de crear o no una red libre de intercambios no es la posibilidad de construir una cultura más rica y plural, sino de acceder a la sociedad de consumo de siempre, pero gratis. La utopía de una red libre sería posible siempre y cuando a la ciudadanía no le interesaran los productos que le ofrecen las grandes empresas de ocio y entretenimiento, si los ciudadanos tan solo estuvieran preocupados por adquirir aquellos contenidos que han creado de manera altruista otros usuarios. Si algo así sucediera, las multinacionales dejarían de interesarse por la red, o se verían obligadas a reactualizar sus modelos de negocio en ella. Pero esta no es la realidad ni lo será en el futuro. Internet es un mercado emergente, dedicado esencialmente a ofrecer servicios y productos de ocio y entretenimiento, y lo es porque nosotros, los usuarios, los deseamos, ya sea comprándolos o accediendo a ellos mediante descarga (consentida o no). Si Internet es o no algo más que un gran parque de atracciones, mucho me temo que depende más del ámbito educativo que del político o del empresarial. Tenemos la red que queremos, aunque no sea la que merezcamos. Ramón Besonías Román