La creación y composición del Consejo de Seguridad de la ONU correspondía a un mundo que no es el actual. Poco más de medio siglo ha pasado desde entonces, pero los actores y las dinámicas globales han cambiado enormemente. Aquel Consejo de Seguridad provenía de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, con una finalidad y un procedimiento claro: canalizar los conflictos por una vía pacífica y, llegado el momento de resolverlos, que no hubiese bloqueos y negociaciones eternas, como sí ocurría con el predecesor de la Organización de Naciones Unidas, la Sociedad de Naciones, en donde las decisiones debían tomarse por unanimidad. Así, los cinco países que derrotaron al Eje se instruyeron como jueces de este nuevo mundo, apoyados por otros diez estados que complementarían el comentado Consejo. Gracias a la Asamblea de Naciones Unidas se respetaba el principio de “un país, un voto”, y en cuestiones de seguridad, todos los países acabarían teniendo su responsabilidad en las plazas itinerantes del Consejo de Seguridad. Los cinco grandes simplemente se reservaban derecho a veto. Las dinámicas de poder estaban claras y al menos las resoluciones del Consejo se decidirían de manera rápida y clara. Mejor eso que recurrir a las armas nucleares que para 1964 ya habían desarrollado todos los integrantes actuales.
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A pesar de esto, el Consejo de Seguridad parece haberse hecho impermeable a los cambios que ha sufrido y sigue sufriendo el mundo. Al ser dicho organismo el único que puede “legalizar” una guerra o una intervención armada entre otros asuntos relativos al mantenimiento de la paz, los países fijos no quieren saber nada de la posibilidad de dejar la silla, mientras el resto de países suelen afanarse en conseguir los votos necesarios para tener su puesto una vez llegue el momento de renovar los diez asientos. Sin embargo, cada vez son más y más fuertes las voces que reclaman un cambio en la configuración de este órgano. Desde los años noventa del siglo pasado se lleva trabajando en plantear nuevos modelos, a menudo en la línea de una representación continental equitativa y donde los estados con cada vez más poder tengan voz regularmente, y lo que es más importante, voto.
Infinitas piezas para un puzzle interesado
En 1979, una decena de países del Sur global hicieron la primera propuesta sobre la ampliación y la reforma del Consejo de Seguridad. Por aquellos años, todavía en plena Guerra Fría, el Consejo de Seguridad seguía sirviendo para actuar de vía de escape en el pulso Este-Oeste. No sería hasta 1992, con la URSS recién desaparecida y Estados Unidos como hegemón indiscutible, cuando se consideraría trabajar en la línea de una ampliación de dicho organismo.
Fueron pasando los años y las comisiones encargadas del asunto, incluyendo la Declaración del Milenio de la Asamblea General de la ONU en septiembre del año 2000, en la que se incluía respecto a este tema el escueto objetivo de “redoblar nuestros esfuerzos por reformar ampliamente el Consejo de Seguridad en todos sus aspectos.” Dos años después, los grupos de trabajo encargados de la cuestión llegarían a ciertas conclusiones. No obstante, lejos de recomendar cuál debía ser el camino que la ONU debería tomar para su reforma, se limitaron a poner encima de la mesa todas las opciones posibles. Como volcar una caja de Lego. Ahora correspondía a los países, así como a la propia Asamblea, construir su modelo óptimo e intentar que se aprobase. A partir de entonces, numerosos países, en especial aquellos que por su creciente poder político, económico o militar desean firmemente la renovación del Consejo de Seguridad, han elaborado su Consejo soñado en una mezcla de representatividad global e interés regional o nacional. Desde entonces se siguen intentando encajar las piezas para encontrar un modelo que guste a todos, o al menos a los dos tercios de la Asamblea – 129 países actualmente – y a 9 miembros del Consejo de Seguridad de turno, y eso si ninguno de los cinco grandes veta la propuesta.
Los resultados de aquellos grupos de trabajo consiguieron abarcarlo todo, centrándose especialmente en qué debía pasar con el veto, el número de votos necesarios para aprobar decisiones en un consejo ampliado – recordemos que en el actual debe haber nueve votos favorables de quince –, la procedencia de los miembros en una hipotética ampliación y si, al contrario que pasa hoy día, la utilidad y la representatividad del Consejo debía ponerse a examen periódicamente. Pensar que tratar y resolver con rapidez todos estos temas con 190 países por medio intentando hacer valer sus intereses iba a ser fácil, era cuanto menos una ilusión.
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Brasil fue uno de los primeros países en mover ficha. A mediados de 2005 y amparándose en el apoyo de Alemania, Japón e India, con los que forma el G-4, propuso ampliar el número de asientos en el Consejo de Seguridad de 15 a 25. De esos nuevos diez asientos, seis serían permanentes – pasando a haber un total de once puestos permanentes –; cuatro para los integrantes del comentado G-4 y dos para África. Los cuatro asientos restantes serían no permanentes, por lo que el balance general quedaría con once asientos permanentes y catorce no permanentes.
Esta propuesta de hace poco más de una década no entusiasmó a los integrantes de la Asamblea. Como era de esperar, los pulsos geopolíticos y las relaciones de poder brotaron inmediatamente. A aquel G-4 – que todavía mantiene pretensiones similares – le apoyaban un puñado de estados más bien escaso. Sí tenía el respaldo de Gran Bretaña y Francia, especialmente por la inclusión de países industrializados como Alemania o Japón, sin embargo, Estados Unidos alegó que aquella propuesta era ineficaz para el correcto funcionamiento del Consejo al sobredimensionar la membresía. China, por su parte, no quería ni quiere saber nada de un Japón permanente en la ONU, como tampoco le agrada el hecho de una India en idéntica posición. Alemania también tenía sus enemigos en Europa, ya que países como Italia o España, que en 2005 se encontraban en una posición económica cómoda y ascendente, podían ver mermada su cuota de poder continental si Alemania alcanzaba el comentado puesto en la ONU. Del mismo modo, Brasil se encontró con férreas oposiciones en su región, especialmente de Argentina y México, así como India de Pakistán. Además, quedaba por resolver la cuestión de las dos plazas africanas. No es que hubiese demasiados candidatos para ocuparlas, pero ninguno iba a ceder para dejarle su silla a otro. A pesar de que actualmente ese asunto podría quedar perfectamente resuelto con Nigeria y Sudáfrica, en aquellos años la competencia estaba más igualada.
Detrás de la propuesta brasileña vinieron otras. La Unión Africana propuso aumentar las plazas del Consejo de Seguridad a 27, añadiendo seis asientos permanentes más – serían once en total – otros seis no permanentes. En esta propuesta, y a diferencia de la de Brasil, los permanentes sí seguirían teniendo derecho a veto. Además, África estaría representada por cuatro países, dos de manera fija y dos rotatorios. Para ocupar los puestos con derecho a veto, sería la Unión Africana la que los eligiese.
La tercera gran propuesta lleva por nombre “Unión para el Consenso”. Se trata de una veintena de países entre los que se encuentran Argentina, Colombia, México, Italia, Turquía, Pakistán, Corea del Sur, Canadá y España. Conscientes de su condición de “potencias en el limbo”, han creado un grupo a medio camino entre el statu quo de los grandes y las crecientes exigencias de los emergentes. Abogan por un Consejo de Seguridad con 25 o 26 plazas, todas ellas no permanentes y sin derecho a veto. Para compensar esta revolucionaria propuesta, acepta que los países grandes tengan mandatos más largos que los pequeños, además de ser posible una renovación de mandato. Igualmente, aunque son partidarios de la supresión del veto, también están dispuestos a negociar la limitación en el uso del mismo. Respecto al tema de la distribución continental, creen justas las reclamaciones africanas de tener más asientos, al ser este un continente terriblemente infrarrepresentado.
La última propuesta, quizás la menos difundida pero no por ello la más descabellada, es la relativa a hacer ciertos paralelismos del Consejo de Seguridad respecto del G20. Actualmente ya nadie duda de que el poder económico y sus dinámicas son enormemente poderosas, más incluso que la fuerza militar. Así, grupos informales como el G7, el G8, el G20 o el G77 se están constituyendo como “consejos de seguridad” del ámbito económico. Así pues, y en la búsqueda por no separar obligatoriamente seguridad militar – poder duro – y seguridad económica – poder blando –, se ha llegado a proponer que el nuevo Consejo de Seguridad se asemeje al G20, quizás el grupo que actualmente mejor refleje la situación internacional de poder. Incluso, y en base a como este grupo actúa, se ha llegado a proponer que la Unión Europea forme parte del Consejo de Seguridad de la ONU en detrimento de los dos países europeos permanentes, algo que en París y Londres no hace demasiada gracia.
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El síndrome de la Ronda de Doha
La Organización Mundial del Comercio (OMC) tiene a día de hoy 160 miembros. Periódicamente se han realizado encuentros para intentar avanzar en la libertad comercial mundial, lo que se conoce como “rondas”. La última, la Ronda de Doha, se cerró en 2013 cuando Cuba retiró su veto en relación a una cuestión sobre el comercio de productos agrícolas. La cuestión es que llevaba bloqueada desde 2008 e iniciada en 2001. Doce años para alcanzar un acuerdo.
Si esto lo llevamos al terreno ONU, vemos que desde los primeros intentos de renovación en 2005, no llevamos ni una década de debate y son 129 países los que como mínimo deben ponerse de acuerdo y esperar que Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia estén entre esos países favorables al acuerdo. Si no, las negociaciones permanecerán estancadas y sin signos de desbloquearse. Ninguna propuesta parece convencer. Tampoco parece haber una voluntad política firme y coordinada de aquellos países que pretenden remodelar el Consejo. Todo parecía mucho más fácil cuando sólo había 51 países para fundar la ONU. Hoy, con 193 estados, es todo casi cuatro veces más difícil.