Revista Cultura y Ocio

La Regenta - Leopoldo Alas «Clarín»

Publicado el 25 abril 2022 por Elpajaroverde
«El campo estaba melancólico. El invierno parecía una desnudez. Y a pesar de todo, ¡qué hermosa era la naturaleza! ¡qué tranquilamente reposaba!... ¡Los hombres, los hombres eran los que habían engendrado los odios, las traiciones, las leyes convencionales que atan a la desgracia el corazón! La filosofía de Frígilis, aquel pensador agrónomo que despreciaba la sociedad con sus falsos principios, con sus preocupaciones, exageraciones y violencias, se le presentó a Quintanar, a quien el cuerpo repleto le pedía siesta, como la filosofía verdadera, la sabiduría única, eterna. Vetusta quedaba allá, detrás de montes y montes, ¿qué era comparada con el ancho mundo? Nada; un punto. Y todas las ciudades, y todos los agujeros donde el hombre, esa hormiga, fabricaba su albergue, ¿qué eran comparados con los bosques vírgenes, los desiertos, las cordilleras, los vastos mares?... Nada. Y las leyes de honor, las preocupaciones de la vida social todas, ¿qué eran al lado de las grandes y fijas y naturales leyes a que obedecían los astros en el cielo, las olas en el mar, el fuego bajo la tierra, la savia circulando por las plantas?»

Nada, pero en ese punto insignificante que es Vetusta, se ignoran las grandes leyes que rigen los astros del cielo, las olas del mar, el fuego bajo la tierra y la savia de las plantas. Los vetustenses responden tan solo a sus propias leyes, que son las que han heredado y las que se aplican a conciencia a perpetuar, no vaya a ser que se tambalee el equilibrio tan tenazmente urdido. La Restauración, aparte de ser la etapa histórica en la que se ambienta esta novela, es una palabra que no invita a pensar en nada que haga peligrar ese equilibrio tácito. En Vetusta existe un partido liberal y un partido conservador con dos líderes claramente diferenciados, pero es el del primero el que mangonea en los dos con la aquiescencia de el del segundo. En Vetusta «no basta la virtud, es necesario saber aparentarla», o más bien la virtud es lo de menos pero lo que sí importa es precisamente aparentarla.

«Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno. Si ella contara lo que sentía a cualquier vetustense, la llamaría romántica; a su marido no había que mentarle semejantes penas; en seguida se alborotaba y hablaba de régimen, y de programa y de cambiar de vida. Todo menos apiadarse de los nervios o lo que fuera».

Eso que exaspera a don Víctor, marido de Ana, en una mezcla pueril y patética de egoísmo e impotencia, eso que el ex Regente llama nervios «era el fondo de su ser, lo más suyo, lo que ella era, en suma, de aquello no tenía que darle cuenta» ni a su marido ni a nadie, que la llamarían romántica y soñadora, porque ella, Ana Ozores de Quintanar, «no tiene más intimidades que las de dentro de su cabeza», y su cabeza, la testa de Anita, quien es tan discreta y virtuosa por fuera, es puro torbellino. Romántica, sí. Soñadora, también. Tendente al misticismo por un exacerbado sentimiento religioso, así como a sufrir crisis nerviosas causadas por la titánica tarea de acallar ese fondo de su ser, ese lo más suyo, ese lo que ella era.

La Regenta - Leopoldo Alas «Clarín»La Regenta, como todos sabéis, es la historia de un adulterio. Afirmar esto, sin embargo, es simplificar en demasía la gran novela de Leopoldo Alas. La por muchos considerada mejor novela española del siglo XIX y segunda mejor novela de la literatura española de todos los tiempos es, en realidad, la historia de un asedio.
«Admiraba a su amiguita, elogiaba su hermosura y su virtud; pero la hermosura la molestaba como a todas, y la virtud la volvía loca. Quería ver aquel armiño en el lodo. La aburría tanta alabanza. Toda Vetusta diciendo: “¡La Regenta, la Regenta es inexpugnable!”. Al cabo llegaba a cansar aquella canción eterna. Hasta el modo de llamarla era tonto. ¡La Regenta! ¿Por qué? ¿No había otra? Ella lo había sido en Vetusta poco tiempo. Su marido había dejado la carrera muy pronto, ¿a qué venía aquello de Regenta por aquí, Regenta por allí? Poco tiempo tenía [...] para consagrarle a estas malas pasiones de pura fantasía y mala intención; necesitaba la atención para la prosa de la vida que era bien difícil; pero algún desahogo había de tener: pues bien, éste, procurar que Ana fuese al fin y al cabo como todas. [...] desde que había descubierto algún interés por don Alvaro en su amiga y en Mesía deseos de vencer aquella virtud, no pensaba más que en precipitar lo que en su concepto era necesario».

Y lo necesario es vencer la resistencia de esa fortaleza inexpugnable que es la Regenta, ahogarla en el barro, rendir la virtud verdadera que señala acusatoria esa virtud aparente bandera de los vetustenses. Sí, la Regenta ha de ser como todas. Como todos, más bien, pues no solo conspiran las buenas señoras y señoritas de la sociedad. Cotillean los señorones y señoritos en el casino. Cuchichean los clérigos en la catedral.

La institución eclesiástica tiene un gran peso en esta novela en cuanto a poder se refiere. Respecto a la fe religiosa, en Vetusta es algo así como la virtud, «lo de creer era decir que se creía», pues ya se «sabe que en el mundo civilizado ya nadie habla de Dios ni para bien ni para mal. La cuestión de si hay Dios o no lo hay, no se resuelve... se disuelve». La mayoría de los vetustenses «amaban la religión, porque éste era un timbre de su nobleza, pero [...] en su corazón el culto principal era el de la clase».

Aunque La Regenta plasma un fresco de toda la sociedad vetustense de la época, se centra mayoritariamente en la nobleza y la burguesía y a estas pertenecen la mayoría de sus personajes, a esas clases ilustradas que, tratándose de una pacata ciudad de provincias, de lo que más adolecen precisamente es de falta de lustre.

Pensar en un adulterio es pensar en un triángulo formado por los dos cónyuges y por el o la amante. En este caso, en cambio, el triángulo está formado por Ana Ozores, Álvaro Mesía y sus ínfulas de don Juan, y Fermín de Pas, canónigo magistral y confesor de la Regenta.

Son muchos los personajes que se pasean por este casi millar de páginas, todos ellos maravillosos en su papel y magníficamente perfilados. Son dos, sin embargo, a los que Clarín les presta máxima atención y cuyos sentimientos más hondos comparte con nosotros, los lectores. Ellos son Ana y el magistral. De hecho, es de los únicos que nos permite saber de su pasado antes de llegar a Vetusta.

Fermín de Pas es un personaje magnífico en su complejidad. Es un hombre con muchas zonas oscuras, con una pasión violenta contenida. Es un ser que ambiciona poder y que a pesar de su fortaleza y de sus grandes aptitudes intelectuales ha sido dirigido durante toda su vida por su madre, a la cual es otra ambición la que la mueve: la de la riqueza. Pero tras la fortaleza y oscuridad del magistral se esconde un sentimiento de soledad y una pugna entre el clérigo y el hombre bajo la sotana más allá del sacerdote. Clarín consigue con Fermín de Pas un personajes que provoca rechazo y compasión a partes iguales.

Ana Ozores de Quintanar se siente profundamente sola y fuera de lugar. Se cría sin madre, con un padre ausente durante la mayor parte de su infancia y con un aya carente de compasión. Un episodio de su niñez la marca profundamente. Se casa muy joven con Víctor Quintanar, un hombre mayor que ella al que profesa un amor más filial que conyugal, al cual él responde con un amor más paternal que carnal. «Ana observaba mucho. Se creía superior a los que la rodeaban, y pensaba que debía de haber en otra parte una sociedad que viviese como ella quisiera vivir y que tuviese sus mismas ideas. Pero entre tanto Vetusta era su cárcel, la necia rutina, un mar de hielo que la tenía sujeta, inmóvil. [...] todo [...] era más fuerte que ella; no podía luchar, se rendía a discreción y se reservaba el derecho a despreciar a su tirano, viviendo de sueños». Ana vive, pues, de sueños y tiene la idea romántica del amor de quien nunca lo ha conocido. Su soledad, desvalimiento y progresiva supeditación a aquellos que la utilizan para cumplir sus propios caprichos e intereses son palpables a lo largo de toda la novela.

«Sólo ella no tenía amor».

«En aquel momento vio a todos los vetustenses felices a su modo, entregados unos al vicio, otros a cualquier manía, pero todos satisfechos. Sólo ella estaba allí como en un destierro. Pero ¡ay! era una desterrada que no tenía patria a donde volver, ni por la cual suspirar».

La Regenta - Leopoldo Alas «Clarín»

Vetusta, por Joan Llimona y Enrique Gómez Polo
Fuente: Leopoldo Alas (Clarín) (1884) La Regenta, I,
Barcelona
: Estab. Tip. Editorial de Daniel Cortezo y Cª, p. 67
Trabajo en dominio público

Álvaro Mesía es el presidente del casino y jefe del partido liberal. Es también el seductor de Vetusta por antonomasia. Se ha propuesto seducir a la Regenta y no ceja en su empeño. Cuanto más esquiva se muestra su presa más goloso se plantea el trofeo. La de Quintanar podría ser quizás su última gran conquista, un revulsivo ante la incipiente constatación de que su juventud ha quedado definitivamente atrás. Si Clarín no profundiza en él con tanto esmero como en los otros dos vértices del triángulo es porque el donjuán forma parte del conglomerado de Vetusta, la punta del ariete que embiste para vencer la resistencia de esa fortaleza inexpugnable que es la Regenta. 

Ana se siente irremediablemente atraída por Álvaro, por su porte, por su galantería. Su decisión a no sucumbir a sus deseos es férrea, pero el choque entre su determinación y su anhelo la hace sufrir y enfermar. Cuando empieza a confesar con Fermín encontrará en él un «hermano mayor del alma». Con él puede hablar y expresarse como no lo había hecho nunca antes con nadie. Las palabras que le dirige el magistral son bálsamo para sus oídos, su alma y su resistencia cada vez más debilitada. En ellas encuentra el valor para no flaquear y no caer así en brazos de don Álvaro. Su inocencia y su inexperiencia le impiden ver que ella a su vez está venciendo otras resistencias en el magistral, así como prever el dominio que este intenta ejercer sobre ella. Anita es una presa que Fermín y Álvaro se disputan, una víctima acorralada entre las fauces de Vetusta, esa heroica ciudad que duerme la siesta (como reza la primera frase de esta novela) y cuya heroicidad estriba en no despertar de su letargo.

«Fue una mirada que se convirtió, al chocar, en un desafío; una mirada de esas que dan bofetadas; nadie lo notó más que ellos y la Regenta. Estaban ambos en pie, cerca uno de otro, los dos arrogantes, esbeltos; la ceñida levita de Mesía, correcta, severa, ostentaba su gravedad con no menos dignas y elegantes líneas que el manteo ampuloso, hierático del clérigo, que relucía al sol, cayendo hasta la tierra.Ambos le parecieron a la Regenta hermosos, interesantes, algo como San Miguel y el Diablo, pero el Diablo cuando era Luzbel todavía; el Diablo Arcángel también; los dos pensaban en ella, era seguro; don Fermín como un amigo protector, el otro como un enemigo de su honra, pero amante de su belleza; ella daría la victoria al que la merecía, al ángel bueno, que era un poco menos alto, que no tenía bigote (que siempre parecía bien), pero que era gallardo, apuesto a su modo, como se puede ser debajo de una sotana».

La Regenta es una novela extensa que se va cociendo a fuego lento pero cuyo aroma resultante de la preparación nos alimenta hasta que se nos comienza a servir el plato. Habría muchas más cosas en las que detenerme de las aquí expuestas, pero no me voy a parar en ellas para no masticaros el manjar. Hay muchos más personajes interesantes que los citados. Hay escenas memorables. Disfrutamos de introspectivas maravillosas de algunos personajes. Nos encontramos el contraste de esa Vetusta estrecha y oscura con la apertura de los ambientes naturales. Nos empapamos de la Vetusta lluviosa añorante de buen tiempo. Hay múltiples referencias a obras teatrales y operísticas y está también la importancia del teatro en determinadas partes de la trama y en alguno de los personajes. Inolvidables son los escenarios emblema de la novela como la Encimada, la Colonia, el casino, la casa de los marqueses de Vegallana, la casa de los Quintanar, el paseo del Espolón, la finca del Vivero y, por supuesto, la catedral. Y está, por supuesto, la pluma magistral de Leopoldo Alas alias Clarín, de ese asturiano nacido en Zamora que convirtió para la posteridad su ciudad, Oviedo, en Vetusta y que durante años ha llevado, sin prisa pero sin pausa, a tantos lectores por las calles de esa noble y leal ciudad. No puedo evitar imaginármelo como al magistral al principio de esta novela, escudriñando su ciudad desde lo alto de la catedral, y, a la vez, tampoco puedo evitar notar las diferencias entre creador y personaje. Oviedo, como Vetusta para de Pas, era pasión para Clarín, pero en cambio fue presa solo de sus letras. Y, al contrario que en el caso del magistral, el conocimiento y la perspicacia de Leopoldo Alas no desembocaba en gula y ansias de devorar. Lo del ilustre escritor era más bien apetito de degustar una ciudad heroica que despertara por fin de su sempiterna siesta.

«El Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacia su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante».

La Regenta - Leopoldo Alas «Clarín»

Detalle de la estatua de la Regenta ante la catedral de Oviedo, fotografía de Héctor Gómez Herrero bajo licencia CC BY-SA 3.0 ES


Ficha del libro:
Título: La Regenta
Autor: Leopoldo Alas «Clarín»Edición de Gregorio Torres NebreraEditorial: Penguin ClásicosAño de publicación: 2021Nº de páginas: 1024ISBN: 978-84-9105-019-9
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