No recuerdo en qué soledad nací. Me acunó la misma incertidumbre que la forma de una nube despeinada por el céfiro y me desprendí de la realidad como lo hizo el rayo del trueno. Fui la musa de infinidad de poemas eyaculados al vacío y ninguno latido, la de las bragas a la altura de la autoestima, la figura oscura en el espejo roto de los sueños formando constelaciones que el tiempo se encargó de desordenar. He dejado una estela de pétalos negros de rosa en el suelo que he pisado y una vía láctea de escamas de alas de mariposa que un suspiro barrió bajo los recuerdos.
Ahora las flores se han soltado de tu pelo y caen sobre los barcos de papel que la infancia hizo zarpar en los charcos de los jardines de la inocencia. Te corono con todas esas estrellas fugaces que ya no volverán, que erraron su rumbo en un vacío que se despliega como un pequeño temor que acaba volviéndose fobia.
Le declaré la guerra a los dioses de las grandes hazañas, asesiné a las hadas de las pequeñas cosas, ahogué a las ninfas en las lágrimas de su tristeza, devoré la última luz de esperanza que se aferraba al fondo de tu carcomida caja de Pandora.
Llevo contigo desde hace tiempo, te tomo de la mano y tiemblas. Te beso cuando te falta el aire, te abrazo por las noches, te abrazo hasta hacerte mía, tan mía que olvidarás el amor. Te acaricio, despacio, a la velocidad del dolor, tan dentro y tan profundo que puedo jugar con el latido de tu corazón como un hilo de seda entre mis dedos. Nunca sentiste mi semilla germinando en tu interior, ni las raíces que penetraban cada vez más dentro, mi tallo alargándose en forma de larga sombra a medianoche bajo un haz de luna, las ramas en las que anidaron tus derrotas ni mis flores abriendo sus alas de cuervo negro. Nunca, hasta este momento en el que alguien pronuncia mi nombre en una consulta.
—Tiene depresión.
Soy la reina de los males, haciéndote mi esclava.
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