prisas no solo conseguí que terminara un cómic insigne,
sino que incluso me mencionara en los agradecimientos.
A ver si con esto le vuelvo a animar.
La Casa Carvajal está en venta por cuatro millones doscientos mil euros, y eso me hace pensar varias cosas que voy a intentar explicar aquí.
En el reportaje de El País dicen 4.200.000 €. En esteanuncio pone 3.950.000 €. (No sé si es que ya lo han rebajado).La primera es que la casa "está en precio". Tan grande, con una parcela también enorme y en una urbanización de lujo, se está pidiendo por ella lo que vale el metro cuadrado en esa zona, sin ningún plus por ser una obra de arte (aunque en el anuncio inmobiliario presumen de ello con legítimo orgullo).
Pero es que el hecho de ser oficialmente una obra de arte no solo no hace que el precio suba, sino que la perjudica notablemente y los vendedores quisieran quitarle esa etiqueta para que los posibles compradores se animaran. Porque ¿quién quiere una obra de arte? Colgada en una pared está muy bien, y de adorno en un jardín también, pero para vivir en ella es una tortura.
La casa está protegida para que nadie haga una locura. ¿Acaso creéis que nadie sería capaz? No, ¿verdad? Ya hemos visto muchos otros ejemplos, uno de los cuales comenté aquí.
(Un cariñoso recordatorio de lo que la gente es capaz de hacer)Gente que se compra una casa magnífica que tiene unas condiciones arquitectónicas relevantes y se las carga. Gente que se compra la casa Carvajal, obra maestra de la arquitectura española del siglo XX, y que súbitamente se da cuenta de que es de hormigonaco puro y duro y le da un revoco o la aplaca con ladrillo de era.
Obviamente, hay que protegerla, ¿pero hasta dónde? También hay que habitarla, y eso implica reformar, reparar e incluso sustituir cosas. Siempre. O al menos saber convivir con ellas aunque no estén en su estado óptimo.
Los habitantes-creadores de una casa asumen hasta sus fallos, asumen que se estropeó tal persiana o que una ventana no cierra bien. Aparte de que la pueden reparar o cambiar cuando quieran, también se acostumbran a vivir con ella, y así incluso sus fallos forman parte del hecho de habitar y de la felicidad de disfrutar el conjunto.
Charlie Allnut es el feliz propietario de La Reina de África, y le tiene un cariño fuera de toda discusión, pero sabe que la caldera falla a menudo y que le tiene que dar unas patadas en el momento más inoportuno.
A mí, salvando las distancias, me pasa lo mismo con mi casa. Le tengo el mismo cariño y asumo sus fallos (que son los míos) como se asumen los de los hijos: no ya con resignación, sino incluso con pacífica tranquilidad y felicidad, porque esa felicidad no es la del desperfecto aislado de lo demás, sino la del conjunto, con desperfectos.Sin embargo el nuevo comprador de la casa la escaneará con fríos ojos hannibalecterianos y en un rato tendrá una lista de dos páginas de deterioros y daños que tras haber pagado esa millonada no se querrá permitir.
Incluso aunque le gustara el hormigón visto (que ya es suponer) empezará a cambiar ventanas, grifos, azulejos y todo lo que se le ocurra, que para eso la casa es suya.
Tenemos que debatirnos entre dejar la casa como una momia intocable, embalsamada en su sublime exquisitez y por lo tanto ya inhabitable para siempre, o permitirle la oportunidad de seguir siendo una casa, un hogar, para lo cual es imprescindible cambiar las cortinas de las duchas por mamparas y sustituir todos los picaportes. Y eso solo para empezar.
La condición de "protegida" de la casa prevé esa eventualidad, y esas obras necesarias para hacerla funcionar y acoger no están prohibidas. Es solo que para obtener autorización hay que hacer un proyecto de intervención que debe ser aprobado por la Dirección General de Patrimonio Cultural.
La medida me parece excelente: ni cerrarse cerrilmente a que la casa sea intocable ni permitir cualquier cosa que a los iluminados de turno (aunque sean sus dueños) se les ocurra hacer. Pero eso tiene tela, porque se les limita y recorta el derecho de propiedad en aras a un derecho mayor de toda la colectividad. De repente los dueños de la casa nos la tienen que conservar en buenas condiciones y tenerla a nuestra disposición "espiritual", "cultural" y "simbólica".
¿Y quién de esa Dirección General va a dar el informe favorable para las obras de reforma? ¿Un técnico muy estricto o más abierto? ¿Un amante de la arquitectura moderna y del hormigonaco visto o un chapado a la antigua a quien esa casa no le inspire demasiada simpatía? ¿Una sola persona o una comisión? ¿Y tardarán mucho? Porque es urgente una reparación de la cubierta (por ejemplo) y ese revestimiento ya no se puede poner (por ejemplo) y hemos decidido este ligero cambio necesario (por ejemplo), etcétera.
Como suele pasar, los procedimientos son sensatos así a priori y sobre el papel, pero luego hace falta llevarlos a la práctica con eficacia, con lucidez y con diligencia. (Lo que también implica dotar de medios: No puede haber un solo técnico con docenas de expedientes que le rebasan y a los que no puede atender).
En definitiva, se trata de la nueva vida de la arquitectura fallecida o abandonada, ya sea por roturas, por disfuncionalidades o por orfandad. Tenemos que ser capaces de darle nuevas oportunidades cambiando lo que sea necesario pero sin perder su valor ni su singularidad. Y eso es bien difícil, por no decir metafísicamente imposible.
Esta casa merece ese intento y ese esfuerzo. Muchos, para ponderarla, nos recuerdan que es la que sale en la película La Madriguera, de Carlos Saura,
y en el videoclip de la canción "Comerte entera" de C. Tangana.
Yo añado (y lo prefiero) que es la casa de un personaje nada recomendable del próximo cómic de Agustín Ferrer Casas, Plan de huida, que no termina de salir porque este hombre dibuja con una precisión admirable, sí, pero que implica una lentitud exasperante, y de cuyo argumento general sé algo y estoy deseando empaparme. Pero ya llegará. Al final todo llega.
En definitiva, como su barca es La Reina de África para Charlie Allnut, así esta Casa Carvajal debería ser para sus dueños La Reina de Somosaguas, y deberían disfrutarla mucho aunque de vez en cuando hubiera que darle alguna patada a la caldera.