Un ejército furibundo
de señoras con peinados nauseabundos
devorando quiosqueros desvalidos,
linchando a peluqueros de medio pelo.
Y yo tumbado en la cama
asistiendo como espectador impasible
a esta involución tan poco francesa.
Midiéndome la longitud deficiente
de mi altura moral con otro mediocre poema
que intenta ser incendiada soflama republicana
y se quedará en torpe aborto de revuelta.
Porque soy consciente que no soy mejor
por mucho que:
vocifere iracundo al telediario
enferme al leer las encuestas
de intención de voto devoto
y me produzca arcadas el soberano disparate
nacional democrático patrio.
Así que no me importa
que esgriman revistas rosas en una mano
y libros de exmujeres de toreros en la otra.
Que tomen las calles y las peluquerías
que asalten los platós de televisión,
mientras sus maridos fallecen de sopor
ante el último penalty no pitado.
Que los estómagos de intelectuales de izquierdas
celebren agradecidos campechanas abdicaciones.
No hay nada de malo en ello,
nadie hace ningún mal a nadie.
Que la reina Letizia sorprenda con su nuevo peinado
y el mundo arda de una vez por todas
y me pille a mí con estos pelos.