El primer día de la República catalana fué igual que cualquier otro primer día. Las cosas son así de simples: uno cree que el mundo cambia cuando se enamora pero luego constata con cara de idiota que el trabajo, la calle, los parques, los mercados siguen llenos de gente que no sabe que uno está enamorado. Que los demás no sepan de uno es un agravio silencioso que se sufre como se sufre un Gobierno en el exilio: tan callando. Es muy duro ser independiente, levantarse en rebeldía, hacer la revolución, tan duro que lo mejor es aplazarla para que la hagan otros. Ese parece el mensaje que los políticos del PDCat han lanzado a sus votantes: nosotros ya hemos hecho nuestra parte, hasta nos hemos exiliado, ahora os toca a vosotros. Es tan sobreactuada la representación de Puigdemont que el independentismo muere de farsa.
Ni aburrimiento ni violencia; el independentismo hace el ridículo por su falta de coraje y su exceso de teatralidad. Así que todo era mentira: no hemos visto al Gobierno legítimo de Catalunya aferrarse a sus puestos y a la policía nacional agarrarles del brazo para sacarles de las instituciones. Todo ha terminado. La normalidad se ha instalado con una rapidez ejemplar, de un día para otro toda Catalunya parece sosegada por el 155. Declarada la República solo resta recoger los trastos e ir a la oficina del paro. Así que no hay grandeza, ni alegría, ni nada de nada.
Muchos ven en el movimiento de Rajoy (elecciones autonómicas el 21D) una jugada maestra, pero para saber esto tendremos que esperar a los resultados, ¿qué pasará si vuelve a editarse el mismo o parecido escenario? ¿Qué pasará si en el programa de alguna candidatura vemos de nuevo la promesa de una Cataluña independiente? La campaña electoral promete tanta paranoia, tanta esquizofrenia, tanto espectáculo como nos ha brindado hasta ahora el Process. El Parlament puede quedar tan fragmentado que no sea posible pacto alguno con menos de 4 fuerzas políticas a la vez, y lo que ha quedado claro es que la independencia no será nunca un asunto de los cuerpos, sino de las almas; no habrá mambo, ni jolgorio, ni estallido eufórico, en todo caso habrá un asunto burocrático y gris, unos papeles que se firman, un aburrimiento que nadie quiere soportar, una especie de divorcio moderno con la suegra a favor y los niños en sordina.
Con Puigdemont en Bélgica y algunos responsables políticos desfilando por el Tribunal Supremo de Justicia, los términos kafkiano o dantesco o surrealista se van quedando cortos, no hay calificativo que dé el aroma de lo que está pasando, y hasta algunos avezados independentistas se sienten estafados. El problema catalán ha galvanizado la vida política del país, y las autonómicas del 21D serán un plebiscito sobre el modelo de Estado: algunos, en lugar de una papeleta, intentarán meter una u otra bandera en la urna, gritando, eso sí, viva España o viva la República.
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