J. Bradford DeLong, Project Syndicate
Algo perturbador sobre estudiar historia económica es ver cómo las cosas que suceden en el presente cambian el pasado –o al menos lo que entendemos del pasado-. Durante décadas, siempre confiadamente les enseñé a mis alumnos sobre el ascenso de gobiernos que asumen la responsabilidad por el estado de la economía. Pero la reacción política a la Gran Recesión ha cambiado la manera en que deberíamos pensar sobre esta cuestión.
Los gobiernos antes de la Primera Guerra Mundial –y más, incluso, antes de la Segunda Guerra Mundial- no abrazaron la misión de minimizar el desempleo durante las crisis económicas. Hubo tres razones, todas las cuales se desvanecieron hacia el final de la Segunda Guerra Mundial.
Primero, hubo un lobby de moneda fuerte: una cantidad sustancial de personas ricas, socialmente influyentes y políticamente poderosas cuyas inversiones estaban colocadas abrumadoramente en bonos. Era poco lo que tenían personalmente en juego en utilización de alta capacidad y bajo desempleo, pero mucho en juego en precios estables. Querían una moneda fuerte por sobre todas las cosas.
Segundo, las clases trabajadoras más afectadas por el alto desempleo normalmente no tenían voto. Donde lo tenían, ellas y sus representantes no encontraban la manera apropiada de beneficiarse a partir de las políticas de estímulo del gobierno para moderar las crisis económicas y, en ningún caso, alguna forma de llegar a las palancas del poder.
Tercero, el conocimiento sobre la economía estaba en su adolescencia. Pocos sabían de qué manera las diferentes políticas gubernamentales podían afectar el nivel general de gasto. Con excepción del movimiento Free Silver de Estados Unidos, no era tema de discusión intelectual, ni a nivel político ni a nivel público.
Estos tres factores se esfumaron entre las guerras mundiales. Al menos, eso es lo que dije cuando di una conferencia sobre historia económica en 2007. Hoy, prácticamente no existe ningún lobby de moneda fuerte, casi todos los inversores tienen carteras sustancialmente diversificadas y prácticamente todos sufren mucho cuando el desempleo es alto y la utilización de capacidad y el gasto son bajos.
Los economistas hoy saben mucho más –aunque no tanto como nos gustaría- sobre cómo las políticas monetarias, bancarias y fiscales afectan el flujo de gasto nominal, y sus hallazgos son el tema de una gran discusión intelectual, política y pública, de forma abierta y profunda. Y todas las clases trabajadoras tienen voto.
En consecuencia, hace apenas tres años yo enseñaba confiadamente que los días en que los gobiernos podían tomar una posición más distante y dejar que el ciclo comercial causara estragos se habían terminado en el mundo rico. Ninguno de esos gobiernos hoy, dije, podría tolerar un período prolongado en el que la tasa de desempleo rozara el 10% y la inflación se mantuviera quieta sin hacer algo importante al respecto.
Me equivoqué. Eso es precisamente lo que está pasando.
¿Cómo llegamos aquí? ¿Cómo Estados Unidos puede tener un gran movimiento político –el Tea Party- que presiona por las políticas de moneda fuerte más duras cuando no existe ningún lobby de moneda fuerte con su riqueza en peligro? ¿Cómo es que los desempleados, y los que temen ser la próxima ola de desempleados, no se registran para votar? ¿Por qué a los políticos no los aterra su descontento?
También abundan los interrogantes económicos. ¿Por qué los principios de la determinación de ingresos nominales, que yo creía ampliamente acordados desde 1829, ahora son cuestionados? ¿Por qué la idea de que los gobiernos deben intervenir estratégicamente en los mercados financieros para estabilizar el gasto a nivel de toda la economía –una idea común a John Maynard Keynes, Milton Friedman, Knut Wicksell, Irving Fisher y Walter Bagehot- hoy se pone en tela de juicio?
Actualmente resulta claro que los opositores de derecha de las políticas de la administración Obama no objetan el uso de las medidas fiscales para estabilizar el gasto nominal. Más bien, objetan la idea misma de que el gobierno deba intentar cumplir un papel macroeconómico estabilizador.
Hoy, el flujo del gasto a nivel de la economía es bajo. Por lo tanto, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, está haciendo gestiones para que la Fed estimule ese flujo modificando la mezcla de activos privados mientras compra bonos del gobierno que pagan interés a cambio de efectivo que no lo paga.
Esta es una práctica absolutamente estándar. La única diferencia mínima es que la Fed está comprando notas del Tesoro a siete años en lugar de bonos del Tesoro a tres meses. No tiene alternativa: las notas a siete años son los bonos del Tesoro de más corta duración que hoy pagan interés. La Fed no puede reducir las tasas de interés a corto plazo por debajo de cero, de manera que intenta a través de esta política de “alivio cuantitativo” reducir las tasas de interés a más largo plazo.
Sin embargo, la derecha de Estados Unidos objeta esta política, por razones que siguen siendo bastante misteriosas: ¿cuál es la objeción, a nivel de la teoría económica, al alivio cuantitativo? Decir tonterías sobre una manipulación monetaria y una excesiva toma de riesgo por parte de la Reserva Federal no merece una respuesta.
Aún así, aquí estamos. Las clases trabajadoras pueden votar, los economistas entienden y discuten públicamente la determinación de ingresos nominales y ningún grupo influyente pretende beneficiarse con una depresión más profunda y más prolongada. Pero el cuasi-consenso monetarista keynesiano posterior a la Segunda Guerra Mundial, que desempeñó un papel tan importante para hacer de los 60 años entre 1945 y 2005 el periodo más exitoso para la economía global, puede desovillarse de todas maneras.
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J. Bradford DeLong, ex subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley e investigador adjunto en la Oficina Nacional para la Investigación Económica.
Tomado de Project SyndicateUna mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización