Por Sara Hernández Pozuelo
¿Qué nos está pasando?
¿Me quieres decir qué mundo es éste en el que se
despuebla el paraíso?
Abel
Hernández
En
la sierra de la Alcarama se desdibuja la frontera entre Soria y La Rioja, y
encontramos la comarca de las Tierras Altas, prácticamente arrasada por el
«tsunami» del éxodo rural allá por los años setenta y ochenta del siglo pasado.
En esa comarca, concretamente en un pequeño pueblo llamado Sarnago, están mis
raíces paternas. Mi padre, Abel Hernández, siempre se había esforzado por que
mis hermanos y yo supiéramos de dónde veníamos, pero hace cuatro años decidió dar
un paso más: emprendió un viaje literario para escribir con tinta, a través de
historias, estos orígenes. A mí me hizo orgullosa —y simbólica— depositaria de
sus Historias de la Alcarama, que fue
el primer libro de la ya bautizada «trilogía de la Alcarama»[1],
al que siguieron El caballo de cartón
y Leyendas de la Alcarama. Si ya
había conseguido inculcarme oralmente el amor por esa tierra y por esa
civilización rural ya extinguida, tras estos tres libros ha hecho que el amor
se transforme en arraigo y sentimiento de pertenencia, aunque haya vivido toda
mi vida en Madrid, en un lugar deshumanizado que ni es barrio ni es pueblo.
Esta introducción
tan personal que acabáis de leer se me antojaba necesaria para que entendierais
el entusiasmo con el que subimos el pasado sábado 9 de junio a la cumbre de la
Alcarama (1531 m)
desde Sarnago (1259 m).
La convocatoria la lanzó mi padre a través de su blog, en la que expresaba su
sueño de subir «junto con los amigos y la familia, compartiendo una fiambrera,
una hogaza de pan y una bota de vino y contemplando desde lo alto, en un día
claro, el asombroso e interminable paisaje de la tierra torturada y luminosa».
Efectivamente, subimos la familia más cercana junto con una familiar lejana
también originaria de Sarnago que vino con su marido desde Durango (Bizkaia), y
el gran paisano Ángel Celorrio, de San Pedro Manrique, un amigo de la familia
que nos subió en un Santana 2000 hasta la misma cumbre.
Desde ahí arriba
divisamos la sierra, la peña Isasa y el Moncayo, y llenamos los pulmones de un
aire con aroma a espliego, a limpieza, a pureza. El estómago lo llenamos con
las aportaciones gastronómicas que trajo cada uno: torreznos, tortilla de
patata, empanada, hornazo, gazpacho, filetes empanados… Todo ello bañado con el
vino Alcarama traído desde El pajar del tío Benito (un asador de Molinos de
Razón que no debéis eludir si pasáis por la comarca soriana de El Valle) y
etiquetado por mi hermano para la ocasión. Ahí arriba desconectamos sin querer de
la realidad; los conceptos que invadían los periódicos, como «rescate», «prima
de riesgo», «crisis» o «Rajoy», se volvieron abstractos. Solo estaban el hombre
y la tierra.
Tras recoger todo,
algunos decidimos bajar a Sarnago caminando por el cortafuegos, donde la
proximidad con la mina de pirita de Navajún quedó de manifiesto por la gran
cantidad de cubos y poliedros de este mineral —el oro de los pobres, que lo
llaman— que encontramos incrustados en la tierra. Tras alrededor de una hora de
camino, llegamos al pueblo; este paisaje me arrancó de cuajo la euforia y la sensación
de primitivismo y distancia con la realidad, para instalarme en el estómago un
nudo que me dura aún hoy, dos días después. No creo que haya que leerse la
trilogía de la Alcarama para llorar la muerte de un pueblo, que no es sino el
símbolo de la extinción de una civilización. Me golpeó, como siempre, la
realidad de los muros mellados, las casas que solo son fachada, el derrumbe de
la iglesia, la invasión de la maleza, la casa de mi padre aún en pie pero
abandonada y, en definitiva, los rastros de una humanidad y un pueblo arrasados
por los intereses políticos y la mala gestión de las Administraciones.
Pero
esta vez me golpeó más que nunca, al regresar mentalmente a la ciudad y
recordar los desahucios ejecutados por los bancos, la gente sin casa, las casas
sin gente que nunca debieron construirse y el hacinamiento de personas en pisos
minúsculos. Quién sabe, quizá esas personas hacinadas o desahuciadas son
descendientes de aquellos que cerraron la puerta de su casa del pueblo y emigraron
a la ciudad soñando con una vida mejor. En efecto, los adelantos de las
ciudades tenían muchas ventajas, y la esperanza de vida era mayor allí, y hacía
falta mano de obra. Todo eso está claro, pero ¿no se fue un poco de las manos?
¿Hasta qué punto se confundió con progreso la creación o imposición de
«necesidades» para engrasar los engranajes del consumo y el sistema capitalista?
¿Qué es el progreso? ¿Qué es la felicidad? ¿No se puede adaptar el verdadero
progreso al mundo rural? ¿No podemos dejar de cerrar escuelas y comercios rurales
y atraer a los maestros, médicos, informáticos, teletrabajadores, etc. a los
pueblos? ¿No se podría haber propiciado una distribución más equitativa y
racional de la población entre el mundo urbano y el rural? Todo son
interrogantes para mí, que hablo desde un conocimiento nada específico,
básicamente con el corazón; con el corazón en un puño por el temor de que la
casa donde nacieron mi padre y mi abuela, que es del siglo XVII, se caiga
cualquier día, y con la impotencia de ir a Sarnago solo de visita porque no
interesó llevar allí las comodidades que hoy en día tenemos en la urbe. Ni
siquiera se dignaron a asfaltar el camino que sube al pueblo y nunca habría
llegado el agua al pueblo si no fuera por la presión de la admirable Asociación de Amigos de Sarnago. Y Sarnago,
repito, solo es un símbolo. Casi todos en este país venimos de algún Sarnago. No
hay que irse a Chernóbil ni a Fukushima para ver la desolación y el abandono
fomentados por errores institucionales.
Me
alegra, sin embargo, que desde 2010, tras treinta años de abandono total,
Sarnago registre 7 valientes habitantes, que han reconstruido sus casas. Se
habla de la vuelta al pueblo como mera pose romántica, y yo creo que eso,
aparte de ser ridículo, no llevaría a ningún lado. Un pueblo no es un conjunto
de residencias de fin de semana o de verano que sirva de oasis deshumanizado
para familias de la ciudad, ni un lugar al que solo se pueda acceder con un
todoterreno, ni un rincón desabastecido e incomunicado donde desconectar de la
realidad, ni un pueblo artificial donde practicar inglés. No. Un pueblo es un
conjunto de casas habitadas —y habitables— con lazos humanos entre ellas, donde
poder satisfacer todas las necesidades reales y cotidianas e incluso algún
capricho, donde los habitantes participen en las decisiones locales, donde
ladren los perros y se oigan corros de niños en la plaza, donde se celebren
fiestas y se cultive la tierra, donde se abra y se cierre el ciclo de la vida y
de la muerte. Está asumido que nunca volverá la civilización rural con una
economía basada en la ganadería y la agricultura, pero ¿por qué no partir de
ese legado para construir una civilización rural 2.0? ¿No costaría menos
rehabi(li)tar esos pueblos mellados y mejorar sus comunicaciones que construir
barrios fantasma deshumanizados? ¿No se mitigaría así un poco la miseria que
hay en las ciudades? La verdad es que no lo sé, y tampoco sé si todo esto interesaría
a los de siempre. Solo es la reflexión que he hecho tras la excursión a la
Alcarama[2],
y que lanzo ahora a los expertos y a las personas con sensibilidad.
Sara Hernández Pozuelo es una traductora y amante de la lengua con alma rural
http://www.hernandezsara.com/
Créditos de las imágenes:
Imagen 1: Desde la cumbre de la Alcarama (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 2: Sarnago (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 3: Se inicia la ascensión... (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 4: El Moncayo desde la Alcarama (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 5: El vino Alcarama, Ángel Celorrio y Abel Hernández (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 6: La bajada (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 7: Vista de Sarnago bajando de la Alcarama (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 8: La iglesia (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 9: Una casa que solo es fachada (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 10: La fachada de la casa, que da a la plaza (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 11: El cuarto de estar de la casa (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 12: El portal de la casa (Fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 13: El horno de la casa, donde se hacía el pan (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
Imagen 14: Antes la puerta siempre estaba abierta; ahora, siempre está cerrada. (fuente: Sara Hernández Pozuelo).
[1] Los tres volúmenes de la «trilogía de la Alcarama» están editados por
Gadir. Otras magníficas referencias culturales a la comarca de las Tierras
Altas son el documental El cielo gira
de Mercedes Álvarez, el libro La lluvia
amarilla de Julio Llamazares, el libro El
lado humano de la despoblación de Isabel Goig y el reportaje gráfico Viaje a las Tierras Altas de César Sanz.
[2] Por cierto, hemos establecido la reunión en la cumbre como una cita
anual. ¿Alguien se apunta el año que viene?
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