El mercado no fue sólo un término económico, sino un paradigma sociológico que reemplazó a los paradigmas históricos o naturales a la hora de explicar o, peor aún, de prescribir el comportamiento humano. La racionalidad en los medios, la persecución de objetivos, la obtención del máximo beneficio en los cambios y la rentabilidad del esfuerzo invertido se convirtieron en orientaciones de la una vida concebida en competencia con otros agentes movidos por los mismos criterios.
El mercado tiende entonces a confundirse con la sociedad, o mejor dicho, a reemplazarla, y el mercado de valores lo hace con el mercado en general. La Bolsa de valores mobiliarios, cuyo flujo, según Ramonet (1997, 89), posee cuatro atributos -inmediato, inmaterial, permanente y planetario- que recuerdan a Dios, será simplemente el mercado; el mercado por excelencia, donde la actividad de comprar barato y vender caro, ganando en el cambio y sin producir nada, refleja el capitalismo más dinámico.
A pesar de lo dicho, la glorificación del mercado como ámbito en el que los agentes económicos puedan jugar libremente, la reforma emprendida era otra cosa. La economía de mercado es una idea que se corresponde con la idea de un mercado atomizado, formado por pequeños productores que compiten en condiciones similares para atraer a pequeños consumidores; oferta y demanda son múltiples y similares, pero a finales del siglo XX lo que existe no es una economía de mercado sino un oligopolio de mercaderes, porque el mercado, ni libre ni competitivo más que en una pequeña parte, está impulsado en gran medida por los actos de unos cuantos mercaderes poderosos, que en no pocos casos imponen sus reglas desde fuera del mercado y de instancias políticas legítimas, someten con sus decisiones a las poblaciones de los países y a sus mismos gobernantes; gobiernan sobre gobiernos.
Naturalmente, el mercado laboral también quedó afectado por esta ideología que acentúa el poder del capital sobre la población asalariada.
En un sistema productivo basado en la explotación a gran escala del trabajo humano, no pueden faltar elementos que diariamente coaccionen la voluntad de millones de personas para obligarlas a aceptar las condiciones laborales que los propietarios de capital les imponen, si es que la persuasión no ha tenido el efecto buscado.
En el caso de las dictaduras, esta coacción, expresada en la carencia de derechos civiles, en la ausencia de sindicatos o en la existencia de un sindicato único controlado por el Estado, es muy evidente porque es política, pero cuando hablamos de regímenes liberal-democráticos, donde la influencia del Estado sobre la sociedad es menor, la evidencia no es tan clara, lo cual no indica que la coacción del capital sobre la fuerza de trabajo haya dejado de existir, sino que, simplemente, ha cambiado de forma y se ha transferido, en parte, desde el Estado al mercado; desde las instituciones gubernamentales, especialmente desde los ministerios de Trabajo, del Interior o del Ejército, hacia las empresas y asociaciones patronales: el Estado delega parte de su función coactiva en las empresas, que la aplican en forma de disciplina laboral, contratos, horarios, salarios y cadencia del trabajo. De esta manera, la vida de los empleados queda condicionada no por el Estado, o no sólo por éste, sino y en apariencia, por el mercado, pero en realidad por la clase patronal, que fija las jornadas, condiciones, sueldo y lugar donde se efectúa el trabajo y decide sobre la vida al decidir sobre las condiciones laborales; el resto importa poco,
José.M.Roca