Acertada reflexión de Francesc Valls en el País sobre el estado del Referéndum :
El Gobierno no puede ignorar ni reprimir la voluntad de decenas de miles de ciudadanos. Los aparatos del Estado están para hacer cumplir la legalidad. La política para cambiarla
Al principio era la revolución de las sonrisas. Con el debate parlamentario de la ley de Referéndum y de Transitoriedad, la sonrisa se trocó en mueca. Siempre ha sido una revolución de apariencias, aunque los mordiscos represivos de realidad le den tintes dramáticos. Ahí están las diversas policías persiguiendo páginas web, papeletas, carteles o trípticos. Los jueces están prohibiendo actos en favor del “derecho a decidir”, o la fiscalía promoviendo la desmesurada imputación de más de 700 alcaldes por apoyar explícitamente la consulta del 1-O. Por cierto, que no se entiende que el ministerio público les cite a declarar como investigados y acompañados de letrados, existiendo ya causas judiciales abiertas. El Gobierno central, y es opinión de Jueces por la Democracia, abusa de las instituciones y de la vía jurisdiccional para solucionar un problema político.
Y a estas alturas del procés todo el mundo sabe que el 1 de octubre no va a haber referéndum. Pero este es otro peldaño de la revolución de las apariencias. Se producirá un simulacro, una gran movilización con presencia irregular de urnas, pero sin garantías democráticas ni resultados homologables. Por ello, los propagadores del procés se acogen a la fe de los votantes del sí mientras blanden la imagen de la represión que patrocina el Gobierno de Mariano Rajoy para proponer que se entierre la España de la Transición y se inicie el camino hacia un universo de justicia social y de libertades. Hay dudas razonables de que todo ello vaya a ser así. Por un lado, la ley de Transitoriedad que aprobó la mayoría independentista en el Parlament no es precisamente tranquilizadora: adolece de lo mismo que el secesionismo critica cuando habla de España. Consolida una confusa separación de poderes, pues al presidente del Tribunal Supremo de la futura República catalana lo nombra el de la Generalitat, y la selección de jueces depende de una comisión mixta en la que Ejecutivo catalán tendría mayoría absoluta. Nada recuerda más la máxima de Alfonso Guerra “Montesquieu ha muerto” que esta singular y, al parecer, tan extendida concepción de la separación de poderes. No desentonaría en ese decorado el casticismo del fiscal general del Estado, José Manuel Maza, que fue objeto de reprobación en mayo por entender una mayoría de diputados que algunas de sus iniciativas estaban encaminadas a proteger políticos —del PP— implicados en actos de corrupción. Pero sigue en el cargo. Una reprobación es como una consulta no vinculante. Otra muestra de calidad democrática.
A ese nuevo estilo que se quiere imprimir a la justicia de la Catalunya independiente, hay que sumar la creencia de que se cuenta con una policía que solo debe cumplir las leyes que emanan del Parlament. El sector mayoritario del independentismo sostiene que puede disponer de unos Mossos d’Esquadra que, a su vez, como policía judicial ha recibido órdenes de ir a buscar las urnas que coloquen sus jefes políticos. Simplemente cumplen con la legalidad (española) en la que se fundamenta su existencia y, en este sentido, ha impartido instrucciones el otrora emblemático mayor Josep Lluís Trapero. La Policía catalana junto a los denostados jueces son los defensores y garantes por antonomasia del status quo y de la consiguiente legalidad a la que están sujetos. Si Jueces por la Democracia es criticada por ponerse al lado de la legalidad, debería hacerse otro tanto con los Mossos. Pero, no es así. Hay presunción de inocencia para unos y de culpabilidad para otros.
Una de las últimas sumarse a esta revolución de las apariencias es Ada Colau, quien hace unos días aseguró que apoya la movilización (ella rehúye llamarle referéndum) pero sin poner en peligro a los funcionarios. El presidente Puigdemont ha agradecido el detalle de la alcaldesa de Barcelona. Una aparenta apoyar y el otro simula que está de su lado. Pero sin duda el elemento más sintomático de esta revolución de las apariencias lo ha aportado la alcaldesa de Sant Cugat y presidenta de la Diputación de Barcelona, Mercè Conesa, simulando desobediencia con un decreto que en realidad no es tal y, por tanto, no desobedece.
En fin, que esta revolución de las apariencias tiene también algún momento cómico. Pero las cosas no están para reírse. El Gobierno central no puede seguir ni ignorando ni reprimiendo la voluntad de las decenas de miles de ciudadanos que un año tras otro se manifiestan por las calles de Barcelona en favor de la independencia. Los aparatos del Estado están para hacer cumplir la legalidad. La política para cambiarla.
Fuente: El País
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