Y por fin el último día volvió a salir del armario con su nuevo cuerpo. Siete tormentosos días que habían servido para reforzar todavía más sus ganas de desaparecer de la faz de la tierra para siempre. Miró por la ventana y vio que la mayor parte de sus compañeros estaban durmiendo ya, todos varones como siempre. Por lo que parecía, los habían dividido por sexos para evitar que por alguna gracia del destino, el sentimiento de procreación volviera a aflorar entre la nueva raza de esclavos que eran ahora los humanos. En su mesa se materializó un plato de comida con un poco de agua, la misma bazofia sintética de todos los días, alta en vitaminas, minerales y calorías, pero con el mismo sabor que la mierda de vaca. Debía ser de noche, una suposición que sería imposible comprobar porque, al menos los humanos de esta fortaleza, no había visto el cielo desde hacía años.
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