Revista Cultura y Ocio

La Ribera

Publicado el 10 octubre 2012 por Sergio B Huidobro

La RiberaFotografía: (C) Graciela S. Silva, 2012
Yo no sabía nada de la historia de esta ciudad. Sabía, si, que tenía una historia. O no: sabía que tenía historias, en plural, en montón, en coro, y que también tenía una Historia, en mayúscula, en pedestal y bronce. Las primeras me intrigaban; la segunda –necesito ser sincero- no me interesaba. No se me juzgue sin piedad: tenía yo nueve años, aunque ya era un veterano pupilo del Colegio Hispano Americano, en la calle de Torres Bodet.
No teníamos auto. Cada día, todas las mañanas, tomábamos un taxi que nos adentraba en una colonia que para mi, a esa edad, guardaba una resonancia como de comarca mítica del medievo: Santa María la Ribera. A saber qué significara aquel apelativo, la Ribera. Para mi era igual que decir Toledo la Grande, Sevilla la Heroica, Minas Morgul la Oscura.
Pero la cosa no paraba en el mero nombre. Al atravesar Santa María, nuestro modesto vehículo era flanqueado por casonas fantasmales, balcones herrumbrosos, ventanas tapiadas con madera apolillada, cortinas ajadas cuyo interior, siempre oculto, se me antojaba espectral, fascinante, a la vez un sueño aventurero y un manantial eterno de pesadillas, de sucesos tristes y escabrosos.
Pocos años después, al inicio de la secundaria, leí el Aura de Carlos Fuentes y la Vuelta de Tuerca de Henry James con la firme convicción de que las cosas que ahí se narraban no podían tener lugar en otro escenario que en las casas de estas calles, y aún años después, he ido habitando estas paredes con los personajes que, para mi, le eran naturales: los estudiantes y bohemios de Dostoievski o la banda de carteristas infantiles del viejo Fagin en Oliver Twist no eran para mi moscovitas ni londinenses, sino vecinos nativos de Santa María la Ribera.
Pero volvamos al taxi. Mamá viajaba junto a mi y daba instrucciones cual Virgilio al conductor; siempre las mismas: A la derecha en Díaz Mirón, pasando Dr. Atl, a la izquierda en Torres Bodet, todo derecho. Una clave críptica de nombres y apellidos que en una cabeza infantil no significan nada más que la sonoridad de la palabra misma: Doctor Atl, Manuel Carpio, Sabino, Naranjo, Azuela, Acacias, Eligio Ancona. hoy En realidad, vine aquí a confesarme: si caigo, me levanto y reincido en el vicio de ligar palabras y escribirlas, no es porque me lo haya enseñado primero la literatura, sino el sonido del nombre de estas calles.
Pero ahí no terminaba el viaje. Sin que mi madre (creo) llegara a darse cuenta, siempre preferí sentarme observando la ventana derecha del auto. Poco antes de llegar al portón de la primaria, me asaltaba la visión de un bosque tupido, perdido en medio de las casonas. Y ahí, en medio, la vista fugaz de una especie de templo deshabitado, mitad árabe, mitad alebrije. Lo veía siempre desde lejos, intrigado, con la misma inquietud nerviosa que producen las imágenes religiosas, las mezquitas, los barrios bravos o los table-dance. Como se imaginarán, semejante viaje matutino no podía tener un clímax más aguado: el asunto terminaba siempre, irremediablemente, en el pupitre y frente a la maestra.
Aunque yo era un forastero, Santa María terminó siendo mi barrio. El olor avejentado de sus casas, la geometría de sus esquinas, sus locales de pasillos oscuros y patios cuarteados, todo aquello me habita hoy como la escenografía melancólica de mi infancia. He intentado escribir sobre ella, escribirla, pero algo me detiene las manos a la primera línea: el miedo a que lo escrito al final sea diferente a lo recordado, y peor: que se sobreponga a ello, que lo que escribí tome el lugar, lenta y silenciosamente, de lo que recordaba.
Hay toda una literatura hecha de los barrios que se amaron (incluso odiaron) en la infancia: Thomas Bernhard, José Emilio Pacheco, Naguib Mahfouz, Marcel Proust, los patios bonaerenses de Borges. Pero en la mayoría de esos casos, se escribe como último recurso, para moldear las cenizas y los escombros de lugares que ya no existen, o que ya no existen como existían entonces.
Hoy regresé a Santa María la Ribera para comprobar que aún existe, y que existe tal y como la vi en esos años. No sólo sigue siendo la misma. Yo también sigo siendo yo...El texto anterior fue escrito y leído en vivo el 23 de abril de 2012, en el marco de la Feria del Libro del Kiosko Morisco, en conmemoración del 150 aniversario de Santa María La Ribera..

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