Revista Cultura y Ocio

La riqueza de las naciones, por Adam Smith

Publicado el 12 enero 2014 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
La riqueza de las naciones, por Adam Smith Editorial Alianza. 814 páginas. Primera edición de 1776, esta de 2013. Traducción y estudio preliminar de Carlos Rodríguez Braun.
Algunas consideraciones sobre Adam Smith que posiblemente le sorprenderán (o por ­­­qué en el contexto económico actual podríamos llegar a afirmar que La riqueza de las naciones es un libro de izquierdas).
Tradicionalmente se considera que el libro de Adam Smith (Kirkcaldy, Escocia, 1723- Edimburgo, Escocia, 1790) La riqueza de las naciones, publicado en 1776 (el mismo año del nacimiento como nación de Estados Unidos) es el origen del pensamiento económico, entendido como ciencia. Aunque, desde hace algunos años, más de un autor cita como posible padre de la economía a Richard Cantillon (c. 1680-1734). El lugar y el año de nacimiento de Cantillon no se conocen con exactitud, pero podría ser hacia 1680 en Irlanda. Vivió la mayor parte de su vida en París, donde amasó una fortuna como banquero. Su único libro –un tratado sobre economía– fue escrito en torno a 1730. Murió en 1734, asesinado en extrañas circunstancias, y su libro no fue publicado hasta 1755. Fue leído en Francia e Inglaterra. Pero la publicación de La riqueza de las naciones en 1776 le eclipsó totalmente. Quizás si no hubiese sido asesinado por un sirviente (supuestamente) al que había despedido días antes y hubiera podido vivir para defender su libro y sus ideas, hoy hablaríamos de Cantillon y no de Smith como del verdadero padre de la economía. Pero el caso es que el que influyó decisivamente en los economistas posteriores fue Adam Smith. Yo sabía, por haberlo leído en manuales de economía, que Smith cita a Cantillon en La riqueza de las naciones y me gustó comprobarlo por mí mismo: en la página 113 de la edición de Alianza se encuentra esta única cita.
En la página 63 de La riqueza de las naciones Smith señala que va a explicar “de la forma más completa y clara que pueda”, y podríamos decir que verdaderamente cumple su propósito, ya que para leer La riqueza de las naciones no es necesario tener ningún conocimiento previo de economía, ya que siempre explica todos sus enunciados de una forma clara y usando un gran número de ejemplos.
Me ha gustado descubrir que el modelo de competencia perfecta que yo explico en mis clases de economía, y que aparece de una forma muy parecida en todos los manuales de economía, se encuentra en La riqueza de las naciones casi tal cual. Lo que no hay en La riqueza de las naciones es una sola gráfica para apoyar la teoría expuesta, lo que suele ser habitual en cualquier manual de economía. (Nota personal: averiguar en qué momento se introdujo el uso de gráfica en la ciencia económica. Imagino que puede ser con Alfred Marshall, a finales del siglo XIX).
La famosa metáfora smithiana sobre “la mano invisible que dirige el mercado” sólo aparece una vez en el libro, en la página 554: “Una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentara fomentarlo”.
Una de las ideas claves de la importancia de La riqueza de las naciones es que hasta entonces, los economistas anteriores a él –los mercantilistas– defendían que el concepto de “riqueza de la nación” era equivalente a lo que ahora denominamos “saldo positivo de la balanza comercial”. Es decir, que para los mercantilistas lo importante era que el gobierno de la nación fomentara las exportaciones y pusiera trabas a las importaciones. Lo fundamental para ellos –lo que equiparaban a la riqueza de la nación– era la acumulación de oro y plata. Lo que viene a decir Smith es que no es tan importante la acumulación de oro y plata (dinero), sino el nivel de intercambio de bienes que se consigue con ese oro y plata. En otras palabras, si el país acumula oro y plata lo normal será que se incremente la inflación y esto, desde luego, no va a hacer al país más rico. La idea de Smith de la riqueza de las naciones es equiparable al concepto moderno de PIB, y esto queda mostrado desde la primera frase de la obra: “El trabajo anual de cada nación es el fondo del que se deriva todo el suministro de cosas necesarias y convenientes para la vida que la nación consume anualmente, y que consisten siempre en el producto inmediato de ese trabajo, o en lo que se compra con dicho producto a otras naciones” (pág. 27).
La producción del país mejora, nos dice Smith, gracias a la especialización de cada trabajador y a la división del trabajo.
Por supuesto, Adam Smith además de ser considerado el padre de la economía como ciencia, también es el fundador de la corriente económica denominada liberalismo. La lectura de este libro ha roto alguno de los esquemas mentales que arrastraba desde la universidad, en clases en las que (lo sé ahora) más de un profesor hablaba de Smith de oídas, sin haberse acercado a leer de primera mano La riqueza de las naciones (como también he hecho yo en mis clases de bachillerato; aunque para explicar los principios básicos de la economía tampoco me hace falta acudir a las fuentes originales). Así, recuerdo a algún profesor en la universidad afirmando cosas como que “para Adam Smith el empresario es un héroe social”. Nada más lejos de la realidad.
Me percato de que la mala prensa que parece acompañar a Adam Smith (prueba: escribí en facebook una cita suya, y alguno de mis contactos se apresuró a comentar algo poco amable sobre él) es debida al uso interesado que de sus ideas han hecho los economistas neoliberales de la escuela de Chicago –liderados por Milton Friedman– cuando, a mediados de la década de 1970 (tras la crisis del petróleo de 1974) el modelo de J. M. Keynes –el referente absoluto durante las décadas anteriores– no conseguía explicar un particular fenómeno de la crisis de 1974: el incremento del desempleo junto con el incremento de la inflación. Tras poner en evidencia esta limitación de las ideas keynesianas, comenzó el reinado de Friedman (aunque Friedman también acabará teniendo problemas con la inflación: su explicación de la curva de Phillips en el l/p –que relaciona la inflación con el empleo– no acaba de ser satisfactoria). Lo más interesante de mi lectura de La riqueza de las naciones ha sido darme cuenta de qué manera Friedman y los neoliberales se apropian de forma, hasta cierto punto indebida, de las ideas de Adam Smith para validar su propio sistema (cuando en realidad estaban validando a la oligarquía empresarial norteamericana, contra cuyo equivalente en el siglo XVIII en Gran Bretaña está escrito precisamente el libro de Smith).
Para sentar las bases del pensamiento de Smith debemos apuntar que él era profesor de moral en la universidad de Glasgow. Y cuando él habla de liberalismo económico de entrada está planteando la existencia de un Estado que, haciendo un uso correcto de la justicia, proteja los intereses de los individuos; y desde luego, no está hablando en ningún caso de que la sociedad deba regirse por la “ley del más fuerte”.
Al acercarse a La riqueza de las naciones, haciendo una lectura política, uno puede observar claramente que las simpatías de Smith están del lado de los trabajadores.
En la Gran Bretaña de clases del siglo XVIII, Adam Smith apunta lo siguiente sobre las diferencias entre los hombres: “La diferencia entre dos personas totalmente distintas, como por ejemplo un filósofo y un vulgar mozo de cuerda, parece surgir no tanto de la naturaleza como del hábito, la costumbre y la educación. Cuando vinieron al mundo, y durante los primeros seis u ocho años de vida, es probable que se parecieran bastante, y ni sus padres ni sus compañeros de juegos fueran capaces de detectar ninguna diferencia notable. Pero a esta edad, o poco después, resultan empleados en ocupaciones muy distintas. Es entonces cuando la diferencia de talentos empieza a ser visible y se amplía gradualmente hasta que al final la vanidad del filósofo le impide reconocer ni una pequeña semejanza entre ambos” (pág. 47).
Y el incremento de la riqueza universal, con un trasfondo de equidad social, parece ser el objeto de sus ideas: “La gran multiplicación de la producción de todos los diversos oficios, derivada de la división del trabajo, da lugar, en una sociedad bien gobernada, a esa riqueza universal que se extiende hasta las clases más bajas del pueblo” (pág. 41).
Lo más sorprendente son sus palabras cuando habla de los empresarios; esos mismos que, según mi profesor de la universidad, eran héroes para Smith. No podía estar más equivocado (mi profesor); esto es lo que opina Smith de ellos:
“Los patronos, al ser menos, pueden asociarse con más facilidad; y la ley, además, autoriza o al menos no prohíbe sus asociaciones, pero sí prohíbe las de los trabajadores. No tenemos leyes del Parlamento contra las uniones que pretenden rebajar el precio del trabajo; pero hay muchas contra las uniones que aspiran a subirlo, Además, en todos estos conflictos los patronos pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un granjero, un industrial o un mercader, aunque no empleen a un solo obrero, podrían en general vivir un año o dos del capital que ya han adquirido. Pero sin empleo muchos trabajadores no podrían resistir ni una semana, unos pocos podrían hacerlo un mes y casi ninguno un año. A largo plazo el obrero es tan necesario para el patrono como el patrono para el obrero, pero esta necesidad no es tan así a corto plazo.
Se ha dicho que las asociaciones de patronos son inusuales y las de los obreros usuales. Pero el que imagine que por ello los patronos no se unen, no sabe nada de nada. Los patronos están siempre y en todo lugar en una especie de acuerdo, tácito pero constante y uniforme, para no elevar los salarios sobre la tasa que existe en cada momento. Violar este concierto es en todo lugar el acto más impopular, y expone al patrono que lo comete al reproche entre sus vecinos y sus pares. Es verdad que rara vez oímos hablar de este acuerdo, porque es el estado de cosas usual, y uno podría decir natural, del que nadie oye hablar jamás. Los patronos a veces entran en uniones particulares para hundir los salarios por debajo de esa tasa. Se urden siempre con el máximo silencio y secreto hasta el momento de su ejecución, y cuando los obreros, como a veces ocurre, se someten sin resistencia, pasan completamente desapercibidas. Sin embargo, tales asociaciones son frecuentemente enfrentadas por una combinación defensiva de los trabajadores; y a veces ellos también, sin ninguna provocación de esta suerte, se unen por su cuenta para elevar el precio del trabajo. Los argumentos que esgrimen son a veces el alto precio de los alimentos, y a veces el gran beneficio que sus patronos obtienen gracias a su esfuerzo. Pero sea que sus asociaciones resulten ofensivas o defensivas, siempre se habla mucho sobre ellas. Para precipitar la solución del conflicto siempre organizan grandes alborotos, y a veces recurren a la violencia y los atropellos más reprobables. Se trata de personas desesperadas, que actúan con la locura y frenesí propios de desesperados, que enfrentan la alternativa de morir de hambre o de aterrorizar a sus patronos para que acepten de inmediato sus condiciones. En estas ocasiones los patronos son tan estruendosos como ellos, y nunca cesan de dar voces pidiendo el socorro del magistrado civil y el cumplimiento riguroso de las leyes que con tanta severidad han sido promulgadas contra los sindicatos de sirvientes, obreros y jornaleros” (pág. 111).
Por si no queda clara la postura de Adam Smith, transcribo aquí el final del primer libro de los cinco que componen La riqueza de las naciones:
“El interés de los empresarios en cualquier rama concreta del comercio o la industria es siempre en algunos aspectos diferente del interés común, y a veces su opuesto. El interés de los empresarios siempre es ensanchar el mercado pero estrechar la competencia. La extensión del mercado suele coincidir con el interés general, pero el reducir la competencia siempre va en contra de dicho interés, y sólo puede servir para que los empresarios, al elevar sus beneficios por encima de los que naturalmente serían, impongan en provecho propio un impuesto absurdo sobre el resto de sus compatriotas. Cualquier propuesta de una nueva ley o regulación comercial que provenga de esta categoría de personas debe siempre ser considerada con la máxima precaución, y nunca debe ser adoptada sino después de una investigación prolongada y cuidadosa, desarrollada no sólo con la atención más escrupulosa sino también con el máximo recelo. Porque provendrá de una clase de hombres cuyos intereses nunca coinciden exactamente con los de la sociedad, que tienen generalmente un interés en engañar e incluso oprimir a la comunidad, y que de hecho la han engañado y oprimido en numerosas oportunidades” (págs. 343-344).
Así que cuando Adam Smith afirma, en más de un punto de su libro, que la búsqueda del interés personal de cada persona beneficia a la sociedad, está hablando de una sociedad regida por un orden ético y siempre, como profesor universitario de moral, parece intentar proteger los intereses de los más débiles de la sociedad.
¿Qué es, entonces, lo que quiere liberalizar del mercado Adam Smith? Smith carga, como se puede leer en la cita de más arriba, contra las leyes que favorecen a los patronos en contra de los trabajadores. Al analizar las sociedades primitivas apunta que nada le parece más ilógico, por ejemplo, que cada individuo deba seguir la profesión de su progenitor, ya que si un oficio deja de ser requerido, tal idea de orden social sería una condena a muerte para las personas que ejercen esa profesión si no se les permite cambiar a otra más demandada. Smith ataca, por ejemplo, una ley británica de la época que obligaba a cada parroquia a hacerse cargo de sus pobres, y nos muestra las trampas de lo que en principio parece una buena idea: como las parroquias no querían hacerse cargo de más pobres, no dejaban que se empadronasen en su municipio nuevas familias; lo que impedía la traslación de la mano de obra desde los lugares en los que no había trabajo hacia los que sí lo había. Así que Adam Smith está a favor de la movilidad geográfica de la mano de obra. Smith se muestra crítico con la ley de mayorazgo, que impone que las tierras sean heredadas por el hijo mayor y no por igual por todos los hermanos. Esto hace que la tierra no se divida en parcelas más pequeñas y que se siga perpetuando la figura del gran terrateniente que no trabaja su tierra en persona. Si la tierra se heredase de forma proporcional por todos los hermanos sería más fácil comprarla y venderla por pequeños terratenientes que la trabajarían en persona y tendrían incentivos para sacarle el máximo rendimiento. (¿Adam Smith, un precursor del “la tierra para quien la trabaja?, ¿no podrán creer esto, verdad?) Y ya que en la frase anterior hablaba de incentivos, hablemos de Adam Smith y los incentivos: aunque otros economistas, señala Smith, piensan que los trabajadores son vagos, él no lo cree. Para Smith, los trabajadores rinden más (para ellos mismos, y por tanto en beneficio de la sociedad) si ven una recompensa real a su trabajo. Es decir, si ganan más dinero al trabajar más. Así que parece que la idea neoliberal, con la que nos bombardean ahora, de que debemos bajarnos los sueldos para salir de la crisis no parece una idea muy propia del liberalismo de Adam Smith, el cual, recordemos, apunta que aunque los patronos no desean las asociaciones de trabajadores, siempre tienen entre ellos un acuerdo tácito para bajar los salarios (en España, sin ir más lejos, durante la crisis ha aumentado de forma alarmante el número de personas por debajo del umbral de la pobreza a la vez que ha aumentado el porcentaje de millonarios un 13%). En referencia a esta idea, Smith señala que en las plantaciones esclavistas norteamericanas la producción no era muy eficiente porque es difícil conseguir de un esclavo (alguien que no tiene ningún incentivo privado para trabajar) una cantidad de trabajo superior al coste de su mantenimiento.
En realidad en gran parte de su obra se dedica a denunciar los desmanes monopolísticos de la compañía de Indias, la compañía que controlaba el comercio de Gran Bretaña con las colonias. El liberalismo, como lo entiende Smith, debe actuar contra un gobierno que beneficia a empresas como la compañía de Indias, que beneficia a unos pocos magnates cercanos al poder político, e impide la eficiencia del mercado, y por tanto que la riqueza pueda fluir mejor hacia todos los niveles de la sociedad.
Adam Smith rechaza el gran gasto que hace el Estado. Pero esto debemos contextualizarlo en su época. Ya que si ahora un neoliberal rechaza el gran gasto del Estado, posiblemente esté criticando las políticas de ayudas sociales a los más necesitados. El gasto del Estado que critica Adam Smith es el siguiente: “Resulta por ello una grandísima impertinencia y presunción de reyes y ministros el pretender vigilar la economía privada de los ciudadanos y restringir sus gastos sea con leyes suntuarias o prohibiendo la importación de artículos extranjeros de lujo. Ellos son, siempre y sin ninguna excepción, los máximos dilapidadores de la sociedad. Que vigilen ellos sus gastos, y dejen confiadamente a los ciudadanos privados que cuiden de los suyos. Si su propio despilfarro no arruina al Estado, el de sus súbditos jamás lo hará” (pág. 444). Las simpatías de Adam Smith tampoco son para las grandes sociedades anónimas, que empiezan a experimentar un auge por la misma época que él escribe su libro. Si las personas que aportan el dinero no son las mismas que las que dirigen la empresa, ésta no estará dirigida de forma prudente y eficiente (algo que parece repetirse en la crisis de 2008 con los desmanes de los banqueros).
Al principio hablé del modelo de competencia perfecta que propone Smith y que recogen todos los manuales de principios básicos de economía. Según este modelo, en un mercado en competencia perfecta debe haber un gran número de oferentes y de demandantes, debe existir libertad de entrada y salida para las empresas, los bienes son homogéneos y los oferentes y los demandantes disponen de toda la información para tomar las decisiones más adecuadas. Todo esto hace que las empresas no tengan un poder individual de mercado; es decir, que sean precio-aceptantes. En el mercado ideal de la competencia perfecta cada pequeño empresario se esforzará por ahorrar recursos y ofrecer el mejor producto posible a compradores que podrán comparar y comprar lo que más les satisfaga. Y éste es el modelo liberal de Smith; por eso ataca el poder de monopolio de la compañía de Indias o de las grandes sociedades anónimas. Y su liberalismo carga contra las leyes que promueven desde el Estado la perpetuación del poder del monopolio, lo que es contrario a la eficiencia económica. Por supuesto, Smith sabe que las fuerzas son desiguales, que los empresarios van a luchar por unirse y no competir, y van a intentar manipular las leyes a su favor.
Por eso cuando en la década de 1970, los neoliberales –con Milton Friedman a la cabeza–, tras matar a Keynes, promulgan la no intervención estatal, el “dejar hacer” y toman como bandera el liberalismo de Adam Smith, lo están haciendo desde una perspectiva cuanto menos falsaria: en la década de 1970 el poder empresarial en Estados Unidos de los grandes grupos corporativos dista mucho del modelo de competencia perfecta propuesto por Smith. Así que el “dejar hacer” promulgado por los neoliberales es dejar rienda suelta al oligopolio de las grandes empresas desregularizando el mercado, pero desde la perspectiva contraria a la propuesta por Adam Smith: éste pide abolir los privilegios de la nobleza y la incipiente burguesía, y Friedman busca abolir los derechos (casi inexistentes en la época de Smith) que protegen a los trabajadores (salarios mínimos, por ejemplo) para dejar el camino despejado de nuevo al poder de asociación de las grandes corporaciones, que unos años después pusieron en la Casa Blanca al actor decadente Ronald Reagan –que vivía de hacer anuncios comerciales de electrodomésticos– para promulgar la desregulación del sistema. Una de las consecuencias de la desregulación, en el sistema bancario, ha sido (como ya predijo Adam Smith) la asunción de los directivos de las grandes sociedades anónimas de unos riesgos excesivos al no estar jugando con su propio dinero, lo que ha desembocado en la crisis mundial actual. Así que los políticos o los economistas neoliberales podrán hablarnos de las bondades de un liberalismo económico basado en la bajada de sueldos (o falta de incentivos) o en la desregulación de mercados (o fomento del poder de los monopolios y los oligopolios), lo que, en realidad, es contrario a lo propuesto por Adam Smith. Cuando alguien le hable del neoliberalismo económico, no piense en Adam Smith como sostén ideológico del mismo, porque el neoliberalismo actual es contrario a su pensamiento.
Si tengo tiempo me gusta ponerles a mis alumnos de 1º de bachillerato un vídeo titulado No logo, en el que la combativa periodista Naomi Klein denuncia el gran poder monopolístico de las marcas en EE.UU. y la explotación de personas en el sudeste asiático por parte de Nike, o explica cómo en EE.UU. una empresa como McDonald’s ha convencido a la población de que no hay por qué ofrecer verdaderos trabajos, sino trabajos propios de estudiantes. En esta última ocasión, después de ver el vídeo una tarde de viernes les pregunté a mis alumnos: «¿Lo que dice esta señora os parece que es de izquierdas o de derechas?». Mis alumnos contestaron unánimemente que de izquierdas. Luego les pregunté: «Y Adam Smith, ¿es de izquierdas o de derechas?». La respuesta fue de nuevo unánime: «De derechas». Lo que les conté a mis alumnos se lo cuento ahora a ustedes: sepan que lo que denuncia en No Logo la combativa periodista Naomi Klein, al cargar contra el poder monopolístico de las grandes empresas, es lo mismo que denuncia Adam Smith en La riqueza de las naciones.
Este es el vídeo de Naomi Klein:

Notas a la edición - La traducción de Carlos Rodríguez Braun me ha parecido correcta, y tan sólo me ha extrañado una expresión: “Estado rudo de la sociedad”. El adjetivo “rudo” se usa más de una vez en esta traducción. Me gustaba más otra variante, que también utiliza: “primitivo”. Imagino que en el original inglés se hablará de rude. - El estilo literario de Adam Smith es más que correcto. La precisión de sus exposiciones nos muestra a un gran lector de filosofía. - El estudio que hace Adam Smith de los precios relativos entre bienes (sobre todo comparando el precio del resto de alimentos con el trigo) para descubrir en qué estado de evolución se encuentra una sociedad me ha parecido muy ingenioso. - Las partes más aburridas del libro son: la extensa digresión sobre la evolución del precio de la plata y la explicación del funcionamiento de los bancos entre Inglaterra y Escocia.
- Como apunta Rodríguez Braun en su prólogo, La riqueza de las naciones es un libro que toda persona culta debería tener en su biblioteca.

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