Por Hogaradas
Bajaba en el autobús, en el siete concretamente; de las dos líneas que tengo para llegar a casa ésta es la que más me gusta, con la que más disfruto del viaje. El autobús es pequeńo, en ciertas partes de su ruta es imposible poder llevar un doble, pero en mi parada casi siempre suelo encontrar asiento, justo detrás del conductor o a su derecha, o de espaldas, no me importa, lo fantástico es ir descubriendo la ciudad, contemplando las calles, la gente, los negocios, en una ruta que a muchas personas se le hace larga, pero que precisamente por eso es mi preferida, por sus recovecos y sus vueltas por la ciudad, permitiéndome gozar de la placidez que siempre me produce ir contemplando el paisaje que discurre a mi alrededor cuando viajo.
Recuerdo el viaje a Italia cuando estudiaba en la Universidad, un viaje en autobús que ahora parece ya impensable, pero que me permitió descubrir toda la geografía de los lugares por los que discurrió sin perderme detalle, pudiendo además llevar al terreno todos los conocimientos de mis ańos de estudiante, ya que precisamente la Geografía era la que ocupaba mi tiempo en aquellos momentos. Durante todo el recorrido fui descubriendo los cambios en los relieves, en los colores, en las edificaciones de cada una de las zonas por las que pasábamos, fue un viaje aquel intenso, emocionante y sobre todo, muy feliz, porque al placer del viaje en sí se sumó el de todos los buenos amigos que me encontré durante el mismo.
Mi segundo gran viaje en autocar me llevó al país de los tulipanes, nada más y nada menos que veinticuatro horas, con una llegada matutina a la estación de autobuses de la ciudad de los enamorados y final de trayecto en Bruselas. El siguiente tramo del viaje fue en tren, otro transporte que también te permite disfrutar del paisaje, en este caso también tan diferente al habitual que me tuvo con la nariz pegada a la ventanilla todo el rato.
Mis viajes a Vigo, cuando todavía la ruta discurría por la costa y tenía que tomar la pastilla de rigor para no marearme, suponían otras siete horas de placer, así que elegía cuidadosamente mi asiento y no tenía más que acomodarme en él para dejar que la vida, como si de una película se tratara, pasara a uno y otro lado, para dejar que el paisaje, sus pueblos, sus calles, sus gentes, todo fuera objeto de mi curiosidad.
Hace tiempo ya que mis largos viajes en autocar han desaparecido, y aunque ciertamente no me veo con fuerzas para tantas horas de asiento, es verdad que de vez en cuando sigo ańorándolos, sobre todo si recuerdo la intensidad con la que los disfruté, así que ahora son los desplazamientos en coche y en autobús los que me permiten seguir contemplando todo lo que sucede a mi alrededor, no es lo mismo, pero como sucedáneo sirve de sobra.
Y otra vez son las cerezas quienes pueblan mis pensamientos, las que se entremezclan entre ellos para conseguir enlazar de una manera tan sutil unos con otros, porque esta Hogarada comenzaba en el autobús, en la ruta del siete que es la que frecuento, y pretendía hablar de la risa de un bebé que fue la sintonía durante prácticamente todo el viaje, y del momento en el que pensé que no había sonido más hermoso y tierno que aquella risa, la de los bebés, sin dientes, con sus formas redondeadas, sin el uso todavía de la razón, y de que en ese mismo momento pensé también que quizás me estaba haciendo mayor, tal era la ternura que me produjo aquel sonido, pero no, me dije, a ti siempre te han gustado los bebés, lo malo es que luego crecen.
Autobuses, autocares y bebés, el paisaje de la vida, la vida convertida en las sensaciones que tenemos la suerte de percibir mientras nos deslizamos por sus vertientes. La palabra, y la vida una vez más compartida gracias a ella, y de música de fondo la ternura y la risa de un bebé.