Las manifestaciones en coche que ha convocado Vox por toda España en contra del Gobierno han cristalizado un malestar que viene gestándose desde hace muchas, demasiadas décadas. Y no me refiero al malestar específico que pueda provocar un Gobierno específico, sino al descontento que produce el secuestro ideológico de la bandera del Estado. Vox animó a protestar contra el Ejecutivo y la única simbología que reclamó fue la bandera de España, politizando la enseña nacional como si la rojigualda no perteneciese también a los ciudadanos que se quedaron en sus casas, tratando de demostrar de una forma velada que aquellos que se quedaban en sus casas son los enemigos de tal enseña. Pero no hay nada más lejos de la realidad, aunque el problema en España es que la realidad es compleja, y la izquierda es tan culpable de esta complejidad como la derecha.
En primer lugar, hay que diferenciar entre Gobierno y Estado. Según la Rae, Estado es un "país soberano, reconocido como tal en el orden internacional, asentado en un territorio determinado y dotado de órganos de gobierno propios". Es decir, el Estado es España. Según la Rae, Gobierno es el "órgano superior del poder ejecutivo de un Estado o de una comunidad política, constituido por el presidente y los ministros consejeros". Es decir, el Gobierno es la coalición PSOE-Podemos. Así pues, la simbología empleada por los enemigos de una coalición política no ha sido la simbología de la oposición política, sino el emblema que define la ciudadanía tanto de afines como de contrarios.
En segundo lugar, hay que remontarse muchas décadas para comprender cómo hemos llegado a esta situación; en concreto, hasta los años ´30 del siglo XX. La II República Española, al instaurarse, cambió la bandera nacional (que llevaba siendo roja y amarilla desde que fuese adoptada como pabellón nacional en 1785) por una tricolor al establecerse el nuevo régimen, tras el exilio voluntario del rey Alfonso XIII en abril de 1931. Francisco Franco reinstauró la rojigualda en los territorios sublevados durante la Guerra Civil y, tras su victoria en 1939, volvió a erigirse como enseña nacional. Así pues, la carga ideológica de la bandera española tuvo su origen en los años ´30 del siglo XX, y el enfrentamiento entre la tricolor y la rojigualda significaba la cristalización de la dicotomía existente entre las dos Españas, que durante el franquismo también dividió a los adeptos al Régimen de sus enemigos (enemigos que, con el tiempo, constituyeron la gran masa democrática de este país).
Tras la muerte del dictador y bajo la excusa de no abrir unas heridas que llevaban sangrando 40 años, el Estado español se dispuso a emprender el camino democrático sin reconocer los crímenes del franquismo y erigiendo como Jefe del Estado al sucesor que dispuso Franco. Ante esta situación, los represaliados del Régimen y sus herederos continuaron usando la bandera tricolor como símbolo de su lucha por una justicia y reconocimiento que nunca se han materializado realmente: que un Gobierno redacte una Ley de Memoria Histórica no significa que un Estado reconozca sus propios crímenes.
[Diferencia entre Gobierno y Estado explicada en el segundo párrafo de este texto.]
Así pues, durante los más de 40 años que llevamos de democracia, ha continuado la rivalidad entre las banderas tricolor y rojigualda como un reflejo de la izquierda y la derecha, lo que ha llegado a ser absolutamente esperpéntico (y la jornada de hoy ha servido como claro ejemplo). Ni España, como Estado, está dispuesta a reconocer las barbaridades que se cometieron durante el franquismo, ni los españoles, como ciudadanos, debemos permitir que los herederos de la ideología franquista se apoderen de los símbolos del Estado. Es una obligación de urgencia democrática. Debemos buscar una alternativa que no nos convierta en apátridas dentro de nuestro propio país.
Eso no significa que cejemos en nuestro intento de obtener justicia, o que neguemos el terror al que se vieron sometidos nuestros abuelos y bisabuelos, pero quizá es hora de asumir que esa búsqueda de justicia es una batalla utópica dentro de un Estado que no está por la labor de concederla. La democracia española lleva 45 años demostrándolo, sirva de ejemplo la plácida muerte de "Billy el niño" hace unos días, cuyas condecoraciones no se atrevieron a suprimir ni los artífices de la tan publicitada "Ley de Memoria Histórica". Por tanto, es hora de asumir que la tricolor, enseña de lo que fue y está siendo una batalla perdida (por más que nos duela aceptarlo), quizás no es el mejor símbolo para representar nuestra identidad ideológica en los conflictos futuros.
La bandera rojigualda ha sido la insignia de España desde 1785, exceptuando los escasos 6 años de la II República. Eso significa que ha sido el emblema nacional durante más de 200 años, y que la bandera española ya era la bandera española 150 años antes de la llegada de Franco en 1936. Miremos a la rojigualda con perspectiva histórica, adaptémosla a nuestros requerimientos ideológicos y mostrémosla sin complejos. Técnicamente, lo que le debería molestar a la izquierda de la bandera no es el rojo y el amarillo (colores históricamente asentados), sino el escudo (que representa a la monarquía, a la dinastía borbónica y al imperialismo español). De hecho, la única diferencia entre la bandera española actual y la bandera española durante la I República, o durante las Cortes de Cádiz, es el escudo. Por tanto, sin el escudo, la que históricamente ha sido la bandera española deja de ser una bandera facha. No permitamos que el símbolo de nuestro país siga cristalizando una ideología tradicionalista y anacrónica, y hagamos nuestra una bandera que nos pertenece, especialmente porque no debemos olvidar que lo que es de todos, no es de nadie.