Vivimos en un país donde más del cincuenta por ciento de las localidades tienen menos de 1.000 habitantes, en concreto 4.995 de los 8.125 municipios están por debajo de las cuatro cifras con el agravante de sufrir un claro envejecimiento de la población.
La nula natalidad y la alta emigración aboca a la falta de relevo generacional que desencadena en “la España despoblada”.
Los motivos son muchos, y aunque el principal factor que se aduce es la falta de empleo, conviene no olvidar que el campo y la ruralidad ofertan opciones que no se encuentran en los principales núcleos de población, donde, dicho sea de paso, tampoco llueven las ofertas de empleo.
Si realmente queremos analizar los motivos de la despoblación rural no podemos considerar como la guía de referencia las indicaciones de la FEMP sino retraernos en el tiempo para poner la lupa sobre las políticas de centralización de servicios que arrancaron de los pueblos colegios, centros médicos, residencias de ancianos, acceso a las nuevas tecnologías, mantenimiento en las vías de comunicación… para abaratar sus costes concentrándolos en las grandes urbes y así favorecer la necesaria rentabilidad para la privatización de todo un sinfín de servicios públicos mediante los cuales la vida en cualquier comarca se hacía arduo complicada.
La pérdida de servicios impulsada por las erráticas políticas sostenidas en el tiempo por PP y PSOE se encontró con un allanado camino en su paso por las Diputaciones (demasiado preocupadas en hacer dibujos en el aire), el servilismo de los Ayuntamientos (que olvidaron que debían lealtad a sus vecinos y no a sus siglas) y por supuesto el aletargamiento de una población rural cuya ideología mayoritariamente de derechas les “impedía” darse cuenta de que estaban siendo convidados de piedra en su última cena.
Los factores antes mencionados por supuesto tuvieron efectos en la población de mediana edad residente en los pueblos. Sus vidas eran más sencillas en las ciudades donde tenían múltiples ofertas escolares para sus hijos o cine todos los días de la semana, y por aquel entonces el acceso al mercado laboral era un mero trámite y el ladrillazo facilitaba vivienda e hipotecas a granel.
Pero llegó la crisis (de la cual ni hemos salido ni saldremos próximamente) y la facilidad con la que se había encontrado trabajo se trunco en precariedad laboral. Y esas familias emigrantes del mundo rural se encontraron sin el calor de los suyos y sin posibilidad de retorno a unos pueblos que con cada vecino ausente habían perdido su esencia para convertirse en lo que realmente quería lograr los “poderes”: desiertos sin servicios ni inversión pública donde determinadas empresas puedan explotar sus recursos para beneficio de unos pocos.
La crisis del mundo rural era ya una problema sociopolítico de primer nivel para España y todo el mundo lo achacaba a la falta de empleo en lugar de a la pérdida de servicios.
La ruralidad española no está amenazada por la falta de empleo sino de inversión y desarrollo. Los significativos datos del auge del turismo rural. La necesaria repoblación de profesores, médicos, guardas forestales… la imprescindible inversión en dependencia en un mundo donde uno de cada tres habitantes tiene más de 65 años. Retomar la actividad ganadera y los oficios tradicionales, o el fomento de cooperativas de aprovechamiento sostenible de los recursos naturales, son unos pocos de un buen puñado de elementos que derriban las teorías de la falta de empleo en el mundo rural. Falta iniciativa, falta asesoramiento, falta inversión pública y principalmente falta voluntad política, pero posibilidades sobran.
Ahora cada pueblo amenazado debe luchar por su supervivencia o resignarse a ser una víctima más del éxodo rural. Pero difícil será luchar junto a los hijos de los verdugos mientras no se rebelen contra sus padres.