Rusia se ha convertido en el capitán geopolítico de Siria y principal interventor en lo que al futuro de Oriente Próximo se refiere. Bajo la figura de Vladímir Putin, el país más extenso del planeta ha recuperado parte de su pretérita fuerza soviética en el orbe internacional a costa de su papel en el devenir de Siria y de sus alianzas con Teherán y Ankara. Moscú va a ser el último responsable de la diplomacia que determine el futuro de Siria y, por ende, de gran parte de la estabilidad de Oriente Próximo.
El conflicto en Ucrania, con la consecuente anexión rusa de Crimea en 2014, marcó un punto de inflexión en la geoestrategia de la Federación Rusa. Desde entonces, bajo el liderazgo de Vladímir Putin, Rusia ha proyectado una política exterior renovada destinada a recuperar la hegemonía del Kremlin. El conflicto fratricida sirio dio la oportunidad a Moscú de ganar poder en una región arbitrada durante las últimas décadas por Estados Unidos. Sin embargo, tras siete años de guerra, Rusia ha demostrado que vuelve a ser un actor capital en el estadio geopolítico, una coyuntura inédita desde los años de la Guerra Fría.
Las sanciones impuestas a Rusia por la Unión Europea tras su respuesta a la crisis en Ucrania resultaron ser un aliciente geopolítico más para que la esfera de poder rusa desarrollara una política exterior en Oriente Próximo a largo plazo. Así fue como el Kremlin se dispuso a respaldar al régimen de Bashar al Asad de forma tan contundente que es la razón por la cual aún hoy el líder alauita se mantiene en el poder. Además, durante la guerra en Siria Rusia ha potenciado su mercado armamentístico en un intento por paliar la crisis económica tras la bajada del crudo y las medidas tomadas por Occidente.
Estados Unidos encabeza la lista de países con mayor gasto militar del mundo, seguido de lejos por China y, en tercer lugar, Rusia. Fuente: Cartografía EOMEsta coyuntura también ha ayudado a potenciar el ya arraigado nacionalismo ruso con el que Putin tanto alimenta su figura y al que saca un rédito tridimensional gracias a la constante propaganda sobre la efigie de su líder y la tendencia megalómana del Kremlin. Rusia añora presumir de poder hegemónico y, a raíz de ello, toda la propaganda ha ganado en efectividad dada la simbiosis entre la mentalidad rusa y el reciente enfoque geopolítico de su Gobierno.
La guerra en Siria como escaparate
El régimen sirio ha sido aliado perenne de Moscú, pero Ucrania y las primaveras árabes concatenaron una mayor implicación de Rusia en Oriente Próximo. Durante los primeros años de guerra civil en Siria, el Kremlin hizo de proveedor y dio apoyo diplomático usando su derecho de veto en la ONU para evitar que tomase medidas contra el Gobierno baazista sirio. Sin embargo, la aparición del autoproclamado Estado Islámico y la solidez militar de los rebeldes sirios —muchos sufragados por Estados Unidos— provocaron la intervención militar directa de Rusia en septiembre de 2015. Aun tratándose principalmente de apoyo aéreo, táctico y logístico, Rusia se había gastado para marzo de 2016, fecha en la que anunció una retirada parcial, en torno a 500 millones de dólares en su despliegue militar.
La guerra en Siria ha servido a Rusia para demostrar su despliegue y potencial militar. Fuente: AFPTodos los años de Siria como escenario de guerra han servido al Kremlin como demostración de fuerza y eficiencia militar. También ha logrado optimizar un mercado, el armamentístico, que permite tapar las carencias de una economía totalmente dependiente de las exportaciones de recursos naturales. Afortunadamente para Rusia, Europa depende de sus recursos de manera irreversible, al menos a corto plazo, un hecho que calibra las relaciones políticas y comerciales del país más extenso del planeta con el Viejo Continente.
2017 ha sido un año clave en el avance de la guerra. Una vez desterrado el Dáesh por la coalición internacional, han quedado al descubierto las prioridades y las perspectivas de futuro de cada uno de los actores implicados. Estados Unidos, aun habiendo suministrado en su día material bélico a los rebeldes sirios, ha demostrado la ambivalencia de su presidente y preferencia estratégica sobre el autoproclamado Estado Islámico. Las cifras de Moscú dicen mucho sobre sus prioridades: Rusia lanzó el 80% de sus bombas contra posiciones rebeldes sirias; el 20% restante fueron dirigidas contra autoproclamado Estado Islámico. El coloso eslavo ha conseguido crear una red de alianzas en la región que aún hoy le permiten ser la influencia primaria, una posición que le abre la oportunidad a un mayor despliegue comercial.
El negocio de la prevención
La guerra en Siria se encuentra en un punto de determinación política; la ostentación militar ya ha pasado y Asad y su ejército han salido victoriosos. Si Rusia fue clave para la victoria militar del régimen baazista, también lo va a ser a la hora de configurar el futuro político del país árabe, como quedó patente tras las conversaciones de Astana, en las que Rusia lideraba un programa diplomático completado por Turquía e Irán.
El objetivo final del simposio era crear una nación federal que satisficiese a kurdos, árabes —suníes y chiíes— y a la amalgama de minorías que convergen en Siria. Por complejo que resulte, estas potencias no quieren ver a Siria romperse: Turquía quiere evitar a toda costa la independencia total del Kurdistán sirio; Irán, como aliado más próximo de Asad, usará todos sus medios por mantener íntegra la soberanía del régimen, y Rusia, por encima de todos, ve la situación como una oportunidad para capitanear el alineamiento de Estados fuera de la órbita occidental.
Durante el conflicto, Rusia e Irán compartían intereses; ahora Siria ha entrado en una fase en donde Moscú y Teherán comienzan a diferir. La guerra no ha terminado oficialmente, pero el cierre del conflicto resultará de la política, no de la fuerza militar. Moscú quiere que Siria suponga una nación que dé consistencia a la presencia rusa en la región, aun si para ello significa mantener a figuras del régimen. No obstante, también es consciente de la complejidad diplomática y la disfunción interna de mantener a Bashar al Asad en la misión de normalizar política y socialmente la nación siria.
Por su parte, Irán ve en esta familia la clave para que Siria continúe siendo el aliado árabe-chií que ha sido desde que Háfez al Asad se hiciera con el poder en 1971. Las aspiraciones de Teherán van más allá y pretende apostar bases fijas en territorio sirio para tener presencia física y, por ende, una mayor capacidad de intervención y facilidades para sufragar a su satélite en Líbano, la milicia chií de Hezbolá. De hecho, esta es una de las muchas milicias que han tenido un papel determinante durante la contienda, y no la única bajo parapeto de la república islámica persa.
Para ampliar: “Dentro de las bases secretas de Irán en Siria”, Daniel Iriarte y Pablo López Learte en El Confidencial, 2016
Además de estas naciones, involucradas en primera línea, también hay que atender las posibles consecuencias en el caso de que el futuro de Siria no contente y levante tensiones en la región. El pasado diciembre Israel lanzó misiles a 40 kilómetros de Damasco contra una supuesta base iraní, una línea roja que Tel Aviv ya ha recalcado que no tolerará por la cercanía armamentística de su mayor enemigo, Irán.
Las discrepancias teológicas entre suníes y chiíes sirven de instrumento para un conflicto de poder hegemónico en la región entre Irán y Arabia Saudí. Fuente: EmolDe modo semejante sucede con las potencias del Golfo, encabezas por Arabia Saudí, también enemigo de Irán por su hegemonía islámica de dogma chií. La Casa Saúd ha sido uno de los mayores proveedores de armas de los rebeldes sirios dada su animadversión a ver a un país árabe de mayoría suní dirigido por una minoría, la alauí, cercana a la chií. Arabia Saudí es, de hecho, uno de los países que más ha invertido en armamento en los últimos años. El fugaz auge del príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, y la guerra en Yemen han demostrado la disposición bélica del reino del desierto.
El nuevo fiscal de Oriente
Los acuerdos de Astaná, en vigor desde el 5 de mayo de 2017, abrieron la veda para el cierre de la contienda por la vía política; continuaron en Sochi el 22 de noviembre en un proceso inacabado que tiene disposición para seguir a principios de este año recién comenzado. Estos hechos son la prueba empírica de que Estados Unidos, y Occidente en general, han perdido peso en la región. Aun así, cabe resaltar que el proceso llevado a cabo por Teherán, Ankara y Moscú es un pacto de poder político entre tres regímenes que depositan su determinación en su autoritarismo.
No obstante, Rusia debe encontrar la manera de hilvanar un futuro para Siria que contente a todos y mantenga las tiranteces en un marco de tensión y beligerancia limitada. Si bien su alianza con Irán y Siria es firme, Moscú no está interesada en una guerra entre Teherán y Tel Aviv. El Kremlin quiere continuar su ascendencia en el mercado armamentístico, pero más en un marco de prevención que de beligerancia. Si alguno de sus aliados de Oriente Próximo entra en guerra, Rusia se verá obligada a intervenir de alguna forma y perdería la oportunidad de convertirse en proveedor de cada uno de los bloques enfrentados. La constancia de este plan se vio el pasado octubre cuando las empresas de defensa nacionales de Rusia y Arabia Saudí firmaron un acuerdo para la venta y producción de armas.
Rusia siempre ha entendido que su mejor defensa es conquistar sus territorios más cercanos. Sin embargo, con Estados Unidos priorizando su geopolítica en el eje Asia-Pacífico y la Unión Europea con su indeterminación exterior, Moscú ha visto la oportunidad de erigirse como potencia en Oriente Próximo sin necesidad de una estrategia sumamente agresiva, aun cuando su diplomacia siempre ha ido de la mano de demostraciones de fuerza.
Tras más de un lustro de guerra civil, parece improbable que el orden político anterior al conflicto pueda mantenerse con unanimidad; Asad tiene un historial bélico demasiado sangriento. Es en este escenario donde se verá si Rusia tiene las mismas dotes diplomáticas que visión geopolítica en Siria. Moscú será el principal aval de la transición de poderes en este país y el primer responsable de cuánto poder logre retener la vieja guardia baazista. Hay que tener en cuenta la diversidad de actores que hay en el terreno, cada uno con sus alianzas externas y sus enemistades internas. Todos querrán ver traducidos sus intereses del terreno a la representación política. Y, de telón de fondo, cada uno de sus aliados internacionales, que querrán ver los resultados de una inversión de siete años.
Esta situación tiene detrás un nombre propio: Vladímir Putin. El ahora presidente ha sabido temporizar los movimientos rusos y sacar partido de las coyunturas que han ido surgiendo desde que se alzara con el poder a principios de milenio. Putin personifica la nueva Rusia; ha sido capaz de proyectar de nuevo a su nación como potencia tras años de transición por la desaparición de la Unión Soviética. En un mundo cuya única potencia era Estados Unidos, Putin ha devuelto a la nación eslava su calibre ecuménico.
Rusia y la Unión Europea mantienen una relación de enfrentamiento y necesidad mutua. Fuente: AFPTras ver el camino que han tomado los acontecimientos, queda patente que la falta de decisión política de Occidente es una realidad, una realidad aprovechada por naciones que han hecho valer su determinación gracias a la concentración de poder de sus Gobiernos, pero que también dejan en tela de juicio la eficacia internacional de las democracias del siglo XXI. Rusia ha dado un salto geopolítico con esta situación y se ha convertido en el eje de Oriente Próximo en una esfera política de la que también saca tremendos beneficios económicos. Tiene acuerdos con Arabia Saudí, Israel, Turquía y Egipto, además de la constante mercantil y las alianzas consolidadas con Irán y Siria. El Kremlin ha aprovechado su momento y ahora es el actor que tiene la última palabra en las relaciones de poder en la zona con más conflictos solapados del planeta.