Por muy intensa que se ponga la vida o, en su defecto, por mucho que se empeñe una misma en emular los mejores episodios de Cristal cuando descubre que está en cinta de Luis Alfredo, hijastro de su madre biológica y a su vez casado con Marion, otra preñada colateral, una no debe olvidarse nunca de disfrutar de los pequeños placeres que nos brinda la vida cada día. Por muy perra que a veces se ponga.
Con esto en mente el viernes decidí tirar la casa por la ventana y cambiar nuestras sábanas. Quizá este gesto a ustedes les parezca insignificante, un mero trámite más de su rutina doméstica. No saben lo que se están perdiendo. Verán, yo también crecí entre sábanas de algodón que se cambiaban los lunes puntualmente. Sí o sí. Creo que en mi época de estudiante expatriada las debía cambiar una vez por curso pero a la cama llegaba una con un sueño tan bañado en alcohol que con saber que efectivamente era tu cama ya te sabía a gloria. Nuestros primeros años de casados, cuando éramos una pareja bien residente en Madrid, teníamos una gremlinnanny de esas que limpiaba sobre limpio a diario y nos cambiaba las sábanas con una diligencia pasmosa.
Luego me vendieron la moto de que en Alemania todo era mejor. Incauta de mí me lo creí y aquí que nos vinimos dejando atrás a nuestra gremlinnanny con su fregona mágica. En mal momento. Llegar a Munich y darme cuenta de que aquí la ayuda doméstica brilla por su ausencia o se paga a precio de diamante talla baguette de ocho quilates fue todo uno. Una que no se amilana ante nada asumió la gerencia del hogar con toda la incompetencia de la que es capaz. Que no es poca.
Si a esto le sumamos que el número de sábanas no cesa de multiplicarse por arte de parir una niña por año la catástrofe doméstica está servida. De la pulcra rutina semanal pasamos al cambio quincenal y, aunque me duela reconocerlo, ahora estamos instalados en un tarde, mal y nunca del que no conseguimos apearnos. Este abandono progresivo de la higiene del sueño nos ha descubierto una verdad universal de tamaño dogma de fe: dormir con sábanas limpias es lo más. De lo más.
No me imagino traición peor a nuestro matrimonio que cambiar las sábanas cuando El Marido está de viaje. Impensable. Las sábanas limpias son una delicatesen que tenemos que catar juntos, zambulléndonos en el olor a detergente fresquito en amor y compañía. El día que cambio las sábanas es en casa tigre un día para marcar en el calendario .
Normalmente voy creando expectación desde por la mañana y le mando mensajes a El Marido del tipo: Tengo una sorpresa. De las buenas. Esta noche toca. De verdad. Muerto de anticipación suele llamarme al tercer o cuarto mensaje y entonces le doy la noticia a bocajarro: ¡Esta noche sábanas limpias! Pensarán ustedes que después de mis crípticos mensajes se llevará una decepción. Pues no. En esta casa unas sábanas limpias son un manjar mucho más exquisito que cualquier escenita de esas que han hecho famoso al señor Grey y sus sombras. Y más raro.
Y cómo lo pasamos por la noche. Es meternos entre esa dulzura de algodón egipcio limpito y terso y escapársenos un gran suspiro al unísono. Para no estropear el momento solemos dormir muy tiesos, rozándonos sólo con la punta del pie para no romper el encanto. ¡Y cómo dormimos! A pierna suelta.
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