Hace muchos cientos de años, había en el norte de Europa un diminuto país que disfrutaba de una paz próspera y duradera, por lo que todos sus habitantes eran felices. ¿Todos? Bueno… todos, no. El rey estaba preocupado. Dos problemas le impedían dormir bien. El primero guardaba relación con su hija Margaretta, una bella joven que se negaba a marcharse de casa. 
Alegaba que “vivía muy a gusto con sus padres en el magnífico palacio, sin tener que cocinar, ni planchar, ni limpiar mocos a futuros príncipes”.

El segundo era bastante más grave. El monarca y su pueblo disfrutaban de abundante caza y pesca en los alrededores, sin tener que ir a tierras lejanas para cazar elefantes y después adornar sus casas con los enormes colmillos. Pero no tenían forma de conservar los alimentos. De tal manera que en verano se veían obligados a atiborrarse de proteínas animales para que el calor no estropeara las magníficas piezas capturadas. El rey, desesperado...,
... había enviado emisarios por todo el mundo conocido para que aprendieran técnicas de conservación. Ellos regresaron con las manos vacías. Incluso encargó a su prima Corina, que presumía de saber mucho de altas finanzas y grandes empresas, que indagara entre sus amigos. Pero ella se limitó a viajar a exóticos países árabes con el dinero del pueblo y allí se quedó, disfrutando del buen tiempo.Un día, la joven Margaretta cabalgó hasta la ribera del río Elba, en el límite del territorio, cerca ya de la desembocadura en el mar del Norte, su lugar favorito. Pensaba quedarse allí unos días, aunque, como era su costumbre, no había dicho nada, ni a su madre ni a la cocinera, que le preparaba suculentos desayunos cada mañana. Pero es que ella era muy libre y se negaba a dar explicaciones a nadie.Estaba a punto de quitarse la ropa, cuando observó que un joven se había quedado dormido al pie de su manzano, plantado allí el día de su nacimiento, ese que daba frutos rojos y tentadores por fuera, y blancos, crujientes y aromáticos, por dentro. Sin poder evitarlo, se arrodilló junto al hombte y le contempló extasiada. Tenía el torso al aire. A su lado estaba el kurta, la túnica de la India, tejida de algodón y seda, adornada con rubíes, esmeraldas y diamantes.
Sin embargo no fue la riqueza de su atuendo lo que impresionó a la princesa, sino su rostro de tez morena, tan hermoso que parecía oscurecer la belleza del sol, y un cuerpo de músculos firmes, tallados a cincel. La gloriosa visión del hombre dormido la hacía arder de necesidad hasta lo más profundo de su interior. Margaretta, en su egoísmo, pensó que el joven de piel dorada era un regalo enviado por los dioses para su disfrute. Y, cuando el hombre despertó, y la miró con sus ojos oscuros, como si la taladrara, y le dijo que su nombre era Alí, en un tono bajo e insinuante, estuvo segura de que algo bueno había hecho ella en la vida para obtener semejante recompensa.Durante dos días disfrutaron el uno del otro. Bebieron agua pura de los regatos. Comieron corteza de abedul, berros, arándanos silvestre y manzanas. Productos que la naturaleza les donaba.Mientras tanto, el rey se alegraba de la ausencia de la princesa pensando que tal vez había conseguido un hombre con el que irse a vivir lo bastante lejos como para dejarle solo con la reina, los ministros y los sirvientes de palacio, que ya eran demasiada gente.
Margaretta y Alí, ajenos a los pensamientos reales, charlaban, reían, jugaban en el agua, y hacían el amor con la pasión de los verdaderos enamorados. Pasaban largas horas contemplando el cielo azul del día, y las noches estrelladas, sin dejar de tocarse, porque sus manos tenían vida propia, y se iban a los lugares donde mayor placer daban.Un día, ambos comprendieron que el tiempo de estar juntos se había acabado. Margaretta debía volver a palacio, y él seguir su camino a la ciudad de Lübeck, en la costa del Báltico. Allí iba a vender sus productos a los comerciantes de la recién creada Liga Hanseática, formada por un conglomerado de ciudades basado en el comercio. La princesa, curiosa, preguntó por sus mercaderías. —Unas piedras y polvos mágicos —respondió él abriendo sus sacos por primera vez.Y ante la insistencia de ella, explicó:—Es la sal de la vida. Se disuelve en agua, o se espolvorea sobre los alimentos crudos o cocinados. Los hace más sabrosos. Y sirve para conservarlos durante mucho tiempo, sin que los estropee ni el frío ni el exceso de calor.Margaretta comprendió de golpe que ese producto era el que necesitaba su pueblo. El mismo que tantas preocupaciones habían ocasionado a su padre el rey.—Pero, ¿dónde consigues la sal?Y Alí, con ese aire arrogante propio del macho alfa de la especie, le explicó con una sonrisa de suficiencia:—Soy mercader. Busco la sal en tierras lejanas. La blanca de estos sacos, en las salinas de Europa…, la isla de Mallorca, el Delta del Ebro. Estas con forma de escamas son de Guérande, en Francia y estas otras de las marismas del río Blackwater, en Susesx, Inglaterra, ahora la llaman "sal Maldon"...
...Los cristales rosas proceden de las proximidades de Islamabad, en las altas montañas del Himalaya...
...Y las de las arcas tan bien cerradas, son la roja y la negra, de Hawai, unas islas del Pacífico, aún no conocidas ni por el mejor de los cartógrafos de nuestra época. Yo navego hasta ellas durante largas jornadas. Si tú quieres te llevaré algún día.
Margaretta le miró estupefacta.—Toma estas cuatro –dijo Alí depositando en su mano unas piedras rosas de cristal del Himalaya con su último beso—. Cuando llegues al palacio manda cocinar tus alimentos en ellas. Es mi regalo de amor.
—¡Ah, no, no! De ninguna manera, mi bien amado Alí. Nada de Lübeck, ni de Liga Hanseática ni de niño envuelto. Tú te vienes a palacio conmigo. Mi padre comprará tus productos. A partir de ahora seremos el reino más rico y próspero de Europa, porque el tesorero del rey pagará a los empleados de la corte con sal en vez de con oro. A ese sueldo, le llamaremos salario. Te casarás conmigo y nos iremos de viaje a esas islas extrañas que has nombrado.—¿A Hawai? —Preguntó Alí de forma absurda, sabiendo que su existencia había sido ya trazada para siempre por aquella mujer enérgica e independiente—. Hay volcanes que escupen fuego.Margaretta rió feliz a carcajadas.—Nuestra vida en común va a ser un continuo volcán en erupción. No tendrás miedo, ¿verdad?Alí contempló con sus hermosos ojos oscuros entrecerrados a la joven que tanta pasión despertaba en él, y que tan predispuesta estaba a participar en sus juegos sexuales. Era delgada, pero fuerte. Tenía la cintura muy estrecha, aunque él sabía que ningún vendaval quiebra el junco, y sus pechos, que a él tanto le gustaba acariciar, redondos, suaves, plenos. En su boca, que ya anhelaba besar, bailaba siempre una sonrisa pecaminosa, de esa que hablaba de placeres ocultos. Y él tenía toda la vida por delante para descubrirlos. —Solo temo a algo terrible. Una existencia vacía, sin ti.