Pedro Paricio Aucejo
La humanidad, marcada por los límites de su condición mortal, vive el calvario de multitud de dolencias a menudo ignoradas, no siempre aliviadas oportunamente y a veces incluso agravadas por la carencia de una ayuda adecuada. Allá donde se encuentren –en centros de hospitalización y de asistencia o en sus propios domicilios–, los rostros implorantes de los enfermos demandan cuidado para sus padecimientos, sobre todo si, a la vulnerabilidad propia de su afección, se añade la derivada del estigma infligido por ancestrales prejuicios sociales, como es el caso de los que experimentan cualquier tipo de trastorno mental. Si el grado de civilización y progreso del género humano se mide por su amor hacia los que sufren, en aquellos pacientes se requiere un trato todavía más centrado en la dignidad de la persona y el carácter sagrado de la vida, a semejanza del puesto en práctica por Teresa de Ahumada.
Su experiencia religiosa, unida al don natural que poseyó para tratar gentes y a su gran capacidad de observación y análisis del plano afectivo, permitieron –según señala Bety Álvarez-Vélez¹– que la mística de Ávila poseyera un profundo conocimiento del ser humano en su integridad, hasta el punto de dotarla de un talento especial para leer el alma y tocar el corazón de las gentes con sus palabras. Su saber psicológico le permitió tratar enfermedades que, en su época, eran consideradas ‘tipos de melancolía’ y que, hoy en día, integrarían un amplio espectro de trastornos psíquicos, como depresión, esquizofrenia, obsesión compulsiva, etc.
La sintomatología de estas dolencias aparece reflejada en sus escritos. En ellos se hace referencia –como síndrome más común– a la tristeza, el temor, la aflicción del alma, la sequedad, la pena, la turbación del entendimiento, de la memoria o la voluntad por imaginaciones y escrúpulos, la oscuridad de la razón y la imposibilidad de explicar estos indicios con palabras concretas. Del mismo modo, la literatura teresiana distingue explícitamente cuatro grupos de individuos en los que se manifestarían estos rasgos: aquellos en los que apenas ha comenzado el mal, los sujetos humildes que poseen normalmente un buen entendimiento y no son “trabajosos”, los poco humildes que tienden a ser rebeldes y “mal domados”, y los que están del todo enfermos y con frecuencia “parecen ser locos”. Igualmente, sus textos contemplan la etiología de estos padecimientos, concretando en tres los tipos de causas posibles: las de origen físico (malos humores, complexión endeble y flaqueza corporal), las de orden psicológico (ingenio flaco, falta de formación intelectual, culpa, fatiga, personalidad temerosa o triste y amor propio desordenado) y las de raíz espiritual (pecado, alejamiento o ausencia de Dios e influencia demoníaca).
En su producción escrita se encuentran también dos tipos de tratamiento para estos trastornos: uno relativo a las cosas exteriores, que puede ser útil para las personas no creyentes (“estar en la enfermería”, “adelgazar el humor con medicina”, llorar para desahogarse, tener “pasatiempos santos” como leer buenos libros, hacer obras de caridad, tener sanas conversaciones sin hablar de la enfermedad, ir al campo, tratar con compasión al enfermo pero si es necesario también con rigor, ocuparlos mucho en oficios y tener una buena dieta) y otro concerniente a los asuntos interiores o espirituales, aplicable a los practicantes de la fe católica (confesión y eucaristía, oración, meditación, visita al Santísimo Sacramento, lectura de la Palabra de Dios, dirección espiritual con un maestro experimentado y práctica de la humildad a través de la fe y la obediencia).
Más aún, la especial empatía de Santa Teresa hacia las personas que padecían estas aflicciones no quedó reducida a la dimensión teórica del contenido de sus escritos, sino que –según declaraciones de las carmelitas Ana de Jesús y Ana de los Ángeles–, por saber “el gran trabajo que era padecerlas y el mucho tiempo y bien que las almas en ellas perdían, andaba con tanto cuidado hasta que sabía se habían remediado, que gastaba mucho tiempo en escribir y [hablarles]” y “sabía acomodarse a personas tan melancólicas que apenas otras las podían sufrir como ella las sufría, por lo que se sentían muy consoladas en su compañía”. Así lo manifiestan los testimonios reseñados en sus procesos de beatificación y canonización: se trata de sucesos concretos de enfermos curados personalmente por ella o a través de la influencia positiva de sus escritos, como son los casos de las carmelitas Isabel de la Cruz e Isabel de Jesús; del carmelita Agustín de los Reyes; de Andrés de Segura, racionero del templo de Salamanca, y de muchas personas “graves y pobres”.
¹Cf. ÁLVAREZ-VÉLEZ, Bety, Santa Teresa de Jesús y la melancolía: un estudio sobre la enfermedad melancólica en los escritos teresianos (tesis de maestría en Estudios Hispánicos, presentada en agosto de 2016, en la Facultad de artes y ciencias de la Universidad de Montréal, Canadá), en <https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2017/09/03/la-melancolia-en-los-escritos-teresianos/> [Consulta: 24 de octubre de 2017].
Anuncios &b; &b;