Muchas veces uno no necesita leer una de esas novelas imprescindibles para los respetuosos amantes de la literatura, o meterse en una larga saga con profundos desarrollos de escenarios y personajes, ni conocer una nueva e interesante especulación de ciencia ficción. A veces lo que mejor viene es leer una gamberrada, divertirse como cuando no era más que un adolescente leyendo un libro sin más pretensiones que las de hacer reír al destinatario. Cuando esto ocurre, normalmente suelo recurrir a mi idolatrado Terry Pratchett con su Mundodisco, o al planetario Eduardo Mendoza en su vertiente más desenfadada. Desde ahora, uno al selecto grupo a Christopher Moore, a quien he conocido con uno de sus primeros éxitos (1995): La sanguijuela de mi niña.
Moore bien podría considerarse una versión estadounidense de Pratchett. No escribe tan bien como el inglés (que por algo es Sir), pero resulta tremendamente divertido, y aunque sea un poco caer en el tópico, donde el británico hila más fino, este adquiere un estilo más directo, esto es, nos deja un sabor “más americano”. No quiere decir ello que sea una obra de poca calidad, sino sencillamente que no emplea gran cantidad de recursos narrativos para lograr lo que desea: una lectura entretenida, franca y de gran fluidez en especial en los diálogos, lo que posee un mérito incuestionable.
En cuanto a la historia, está centrada en dos personajes: Jody, una vampira recién convertida en tal, que irá descubriendo los secretos de su nueva condición al mismo tiempo que el lector, y Tommy, un escritor de medio pelo, recién llegado a San Francisco desde un pueblucho trayendo consigo sus aspiraciones artísticas y que trabaja en el peculiar turno de noche de un supermercado, probablemente un alter ego del propio Moore.
Juntos irán iniciándose en los misterios de una vida nueva para ambos mientras otro vampiro parece acecharlos desde las sombras, complicándoles la vida. Durante el proceso entablarán una relación esclava de sus circunstancias: en efecto, en esta historia existen vampiros y también cierta componente de romance, pero afortunadamente ahí acaban las semejanzas con la saga superventas de vampiros infantiloides: Moore no llena sus páginas de melodramatismo impregnado de moralina barata, sino simplemente de socarronería e irreverencia; juega con los tópicos clásicos literarios de terror referentes al tema (muy referenciados a lo largo de la novela), se burla de ellos desde el cariño y se queda con lo que más le interesa, y en base a ello construye una narración sencilla, pero que funciona a la perfección, que se lee de un tirón y se disfruta, pues diversión se busca en ella y diversión proporciona.
Además de Jody y Tommy, protagonistas bien dibujados y definidos, cabe realizar una mención especial al hilarante personaje secundario conocido como “el Emperador”, basado en un personaje real, mitad mendigo, mitad sabio, todo cachondeo.
La sanguijuela de mi niña inicia una saga de novelas autoconclusivas, continuada por ¡Chúpate esa! (2007) y ¡Muérdeme! (2010), que cierra la trilogía, aunque algunos secundarios de esta obra aparecen en otras novelas de Moore fuera de esta saga, con lo que el autor ha ido enriqueciendo el mundo de su propia creación, dándole consistencia obra a obra.
Por último, un par de citas que he anotado de la novela:
“Le gustaba que Cavuto intentara que todo sonara como un diálogo de una película de Bogart. El mayor orgullo del detective era una colección completa de primeras ediciones de las novelas de Dashiel Hammet firmadas por el autor.”
“- Lo he visto –susurró el Emperador-. Es un vampiro.
Tommy retrocedió como si le hubiera escupido.
- ¿Un vampiro florista?
- Bueno, si aceptas lo de vampiro, lo de las flores es pan comido, ¿no te parece?”