El nacimiento de la Masonería especulativa en Inglaterra durante el siglo XVIII y su institucionalización en las Constituciones de Anderson (1723) fue seguida de una rápida expansión por el continente europeo.
Ello dio lugar a la fundación de numerosas logias e, incluso, a la aparición de heterodoxias con respecto a la ideología masónica fundacional. Este florecimiento fue acompañado, asimismo, de una fuerte represión.
A partir de 1735 se extendieron numerosos edictos prohibiendo y condenando la Masonería en los diferentes territorios europeos, independientemente de las creencias religiosas de sus gobiernos: Holanda en 1735, el Consejo de Ginebra en 1737, Suecia en 1738, Nápoles, etc. Tales prohibiciones estaban motivadas por el secreto tan riguroso con el que los masones envolvían sus reuniones y juramentos, así como por la propia estructura del Estado en el Antiguo Régimen, contraria a la libertad de asociación.
En este contexto, la Santa Sede también condenó la Masonería mediante bula de Clemente XII en 1738. No obstante, es preciso advertir que tal prohibición -así como la posterior de Benedicto XIV (1751)- no obedecía solamente a motivos de seguridad de los Estados, sino también a causas religiosas, cual era la sospecha de herejía por el hecho de admitir en las logias a individuos de diversas religiones. Para llevar a efecto estas condenas, la Santa Sede ordenó a las Inquisiciones de los distintos Reinos europeos la persecución de los masones.
El 11 de octubre de 1738, el Inquisidor General Andrés de Orbe Larreatigui enviaba a todos los Tribunales del Santo Oficio el primer edicto en el que se prohibía la Masonería en España. No parece que dicho edicto tuviera mayor trascendencia, pues no volvió a hablarse de él hasta 1748, con motivo de unas delaciones que se hicieron al tribunal de Toledo acusando a determinadas personas de masones.
Lo más sorprendente de tales edictos es la desproporción que existe entre el delito y la pena que se impone a los acusados: pena de muerte y confiscación de bienes, lo que solamente estaba reservado para los herejes impenitentes. La desproporción cobra toda su dimensión si se tiene en cuenta que la Iglesia (y en consecuencia la Inquisición) condenaba una asociación que no sabía en qué consistía. De hecho, junto a la bula de prohibición de la Masonería que la Santa Sede envió al Inquisidor General, se instaba a que se descubriesen las características de tal "secta" y se enviasen a Roma.
A partir de 1789 el concepto de la Inquisición tenía de Masonería iba a cambiar radicalmente. Si durante el período anterior, los masones eran considerados como individuos carentes de ética y moralidad, durante este período son considerados como disidentes políticos, liberales radicales o revolucionarios. Finalmente, la Inquisición considera a la Masonería, durante este período, como algo foráneo, extranjero. Ello fue debido a la invasión Napoleónica y a la consiguiente supresión del Santo Oficio, lo que permitió a numerosos españoles manifestar su conformidad con las ideas que traían los franceses y colaborar con ellos en el gobierno con el fin de cambiar España.
Sin embargo, restablecido el absolutismo y la Inquisición, se acusó a los colaboracionistas (afrancesados) del gobierno anterior de malos españoles y, a veces, también de masones. No le faltaba razón al Santo Oficio en esta última acusación, pues, como es sabido, Napoleón utilizó la Masonería como auxiliar político para difundir sus ideas. Pero los afrancesados no fueron los únicos de ser acusados de masones, también se incluyó en tal categoría a los liberales.
Con todo, para estas fechas, el Santo Oficio estaba en su agonía y su actividad resultaba bastante parca. En 1820 era suprimido definitivamente por los liberales y la represión de la Masonería recayó en otras instituciones.
Extractado de: José Martínez Millán, "Inquisición y masonería", en La Masonería Española (1728-1939). Exposición, Alicante- Valencia, 1989, pp. 117-122.