Por: Manuel García
He leído La Santa, de Mado Martínez, galardonada con el Premio de Novela Ateneo Joven de Sevilla, publicada por Algaida. Hace poco que escribí sobre el ensayo de la misma autora, Neurociencia de la felicidad, donde se mezclaba el realismo y la certeza de importantes investigaciones médicas acerca de nuestras frustraciones existenciales con una razonable querencia por la praxis del optimismo en nuestra vida diaria.
Lo que destaco de la novela de esta autora es esa mezcolanza efectiva entre la verdad de lo que percibimos y ese más allá que permanece al margen de nuestros sentidos, pero en el que necesitamos creer en ocasiones para justificar la proliferación de nuestros males. En La Santa se narran una serie de desapariciones que acontecen en un colegio para señoritas en Asturias. La muerte de la fundadora y el sustrato mítico de las leyendas populares del entorno son motivos temáticos que Mado Martínez introduce para profundizar en el misterio de los casos de desaparición. Personajes de carne y hueso se ven involucrados en una realidad fantástica, valga esta paradoja, para sacar lo peor y lo mejor de ellos mismos en un cruce de secuencias y escenarios de breve narración, pero de una notable intensidad poética que recuerdan al realismo mágico de Allende o García Márquez.
La Santa es un relato valiente porque el género de lo fantástico ha escaseado en nuestra tradición literaria, así que Mado Martínez recupera el tono intrigante y espectral que encierran indagaciones tan interesantes como las obras de Ana María Matute, José María Merino o el propio Martín Garzo. El lector avezado no debe acudir a La Santa buscando un poderoso lenguaje expresivo o el conocimiento de un estilo nuevo y abigarrado. No. La prosa de Mado está perfectamente cuidada, pero lo relevante del texto radica en ese universo autónomo que la escritora construye alrededor de un orfanato y del bosque como espacios ignotos, tramados en la maldición de las apariciones y las ausencias. Inteligentemente, la autora establece paralelismos cinematográficos que ilustran los momentos de mayor tensión dramática, poniendo siempre como telón de fondo la magnífica novela de Daphne Du Marier, Rebecca.
No solamente ese universo está condicionado por los espacios o por la estética visual de algunos momentos conmovedores, sino también por esas continuas referencias obsesivas a elementos como el nombre de Manderley, los toques de campana, la novela Cumbres borrascosas o las figuraciones de la santa compaña. La inocencia, la ceguera iluminadora o la locura de las protagonistas contrastan con el despotismo de los personajes masculinos. Sin embargo, ese contraste logra la creación de esa posiblidad de mundo onírico que, indudablemente, no está exento de continuas reminiscencias góticas. La sombra de Poe y de algunas prosas de Cunqueiro o del propio Fernández Flores transpiran en algunas líneas. Surge así un relato que maneja lo detectivesco con la exploración del más allá que subyace en los interiores de Manderley y en la propia intuición de las colegialas que ven amenazada su existencia por dos fuerzas; una de ellas, invisible que lucha por manifestarse desde lo oculto, y otra, indómita, violenta y masculina que regenta el destino de las jóvenes en el colegio.
Sin que sea un relato renovador o sorprendente, nuestra escritora consigue tensión y los fragmentos poéticos que abren algunos capítulos invitan a que el propio lector dialogue con los espíritus. Una lectura aconsejable por ese magnetismo que evoca la tentación de saber que, detrás de los espejos, existe otro mundo tan tormentoso e infeliz como el que viven los protagonistas en el mundo real, inmersos en la memoria de Manderley, en sus recuerdos y miserias. Las voces del pasado confluyen con las del presente, sincerándose para paliar las consecuencias de los recelos y la venganza. Sigilos y susurros, caminos inescrutables en el bosque, corredores que se esfuman en la propia arquitectura del colegio, irracionalidad cuando los espíritus obligan a recordarnos a todos el origen del crimen. Enhorabuena, Mado.
“Alicia, la hermana mayor de Isabel, se sentó en lo alto de la roca más alta. Las nubes estaban debajo de sus pies. Un águila cruzó el cielo con sus alas de silencio, graznando misterios. Aquel trono rocoso de las alturas, rodeado de precipicios, le susurró una historia del pasado entre los murmullos del viento. Miró alrededor. Si saltabas, morías. Si dabas un paso en falso morías. Si el viento te empujaba con una mala brizna morías. Decían los del concejo que una joven se había quedado embarazada de su maestro y que por no deshonrar a su familia, había decidido quitarse la vida saltando desde allí. Paralizada por el miedo y el vértigo que los riscos enfilados le produjeron, pero valiente en su propósito de seguir adelante, se vendó los ojos y se puso a bailar a tientas. Contaban que los vecinos la habían visto, sin saber quién era, allá a lo lejos, bailando así, a ciegas, con el viento, envenenada de culpa y vergüenza. La vieron dar pasos de baile, aquellos últimos pasos… Y también la vieron caer, en los brazos del viento, escenificando el último movimiento de su danza de la muerte” (pág. 102)
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