Revista Opinión
En épocas de crisis, no es extraño que en vez de cundir el sentido común, sea el despropósito el que rija la voluntad y dicte nuestros actos. Ya existían desde hace muchos años en Europa numerosos grupos de ultraderecha (también de ultraizquierda) que amenazaban la convivencia y el orden social. La crisis ha provocado que estos grupos radicales, antisistema, aprovechen el desánimo popular o las movilizaciones pacíficas de ciudadanos indignados para camuflarse y boicotear estos actos, desprestigiándolos ante la opinión pública. Desde que el colectivo 15M está en la calle, hemos visto cómo grupos minoritarios prendían la llama de la violencia, haciendo creen a la ciudadanía que los indignados son algo más que meros ciudadanos que demandan reformas legítimas ante sus políticos, sin hacer uso alguno de la fuerza o la coacción. A menudo, cuando tiene lugar una manifestación del 15M, la prensa subraya los enfrentamientos con la policía, obviando que la mayoría de los ciudadanos se expresan sin unirse a la insensatez de esta minoría. Esto provoca inevitablemente que la opinión pública mueva su apoyo moral de un extremo a otro de la balanza, en función de la seguridad y confianza que le merece este tipo de expresiones populares.
Este tipo de manifestaciones provoca graves lesiones, no solo de cara a la opinión pública, sino también a causa de la lectura política que hace acerca de la realidad social, especialmente en relación a las políticas de inmigración. Políticos de la talla de Merkel han sugerido que «el multiculturalismo ha fracasado completamente». Y en España, hace tiempo, Rajoy propuso que se obligara a los inmigrantes a firmar un compromiso de buenas maneras. Los partidos conservadores se han sentido seducidos a menudo por políticas que rozan con facilidad la defensa de derechos fundamentales y que les acercan a posiciones de ultraderecha. No es raro ver cómo, con la intención de sacar rédito electoral de estos corpúsculos ultraderechistas, los conservadores han soltado requiebros programáticos de dudosa moralidad y ideología cuestionable. Por otra parte, medios como Intereconomía o La Cope están sirviendo de acicate de extremismos, que juegan -valiéndose de mezquinas retóricas- al maniqueísmo crispante y descalificador.
Los discursos xenófobos de ultraderecha comienzan a afectar a partidos conservadores tradicionales de numerosos países de Europa. Para el Partido Popular Danés, su vecina Suecia es un ejemplo aberrante de tolerancia. «Si quieren convertir Estocolmo, Gotemburgo o Malmö en unos Beirut escandinavos con guerras de clanes, asesinatos por honor y violaciones por bandas, que lo hagan», intentando su líder meter el miedo en el cuerpo a los suecos. En no pocos países europeos ya existen partidos de ultraderecha que tienen capacidad para influir en las políticas nacionales. Es el caso de Noruega (Partido del Progreso), Austria (Partido Liberal Austriaco y Unión por el Futuro), Hungría (Movimiento por una Hungría Mejor), Bulgaria (Unión Nacional de Ataque), Grecia (Concentración Popular Ortodoxa), Holanda (Partido de la Libertad), Finlandia (Verdaderos Finlandeses), los Países Bajos, Suiza (Partido Popular), Francia (Frente Nacional), Italia (Liga Norte), incluso en el Reino Unido la derecha nacionalista y xenófoba comienza a cobrar fuerza. Ya en 2009, más de 30 parlamentarios de ultraderecha poseían escaño en el Parlamento Europeo. Actualmente solo Irlanda, España, Portugal y Malta tienen menos de un 1% de representatividad ultraderechista en el Parlamento Europeo.
Estos extremismos surgen en su mayoría en países desarrollados, en donde existe un Estado de Bienestar hasta ahora indemne a los efectos de una crisis. A poco que la ciudadanía comienza a perder poder adquisitivo, rebrotan actitudes xenófobas, revueltas antisistema, un malestar que deviene en violencia social. Este estado de cosas es aprovechado por partidos de ultraderecha (y también de centro-derecha) para traer ovejas a su redil. El discurso de estos partidos posee una fuerte carga nacionalista, utilizando la unidad nacional como excusa para ganar adeptos. En España, este recurso al patriotismo ha sido utilizado ha menudo por el PP, especialmente en asuntos como la inmigración, la religión o la lengua, tildando al PSOE de un ingenuo multiculturalismo, o peor, de resquebrajar España. Por supuesto, a priori es evidente la diferencia entre los partidos políticos tradicionales, que han demostrado con creces su compromiso democrático, de aquellos otros que apoyándose en el sistema electoral, siembran entre sus conciudadanos la discordia, el odio al diferente y la defensa de un modelo de nación dogmático e intransigente. Sin embargo, no hay que olvidar que estos grupos políticos entran en el juego democrático, sean xenófobos o no, se cuelan en nuestras instituciones legalmente y van minando la esencia de nuestro legado constitucional de derechos.
Se hace necesario, tanto a nivel nacional como europeo, una seria reflexión sobre este creciente fenómeno de inmersión de ideologías de ultraderecha en la vida política. Tenemos la ventaja de no ser una pizarra en blanco; ya poseemos suficiente experiencia acerca de la facilidad con la que los populismos totalitarios encuentran cobijo en las instituciones, destruyendo el futuro de los ciudadanos. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que fueron precisamente esos ciudadanos quienes con autismo e ingenuidad les ofrecieron su confianza y poder. El actual alejamiento de los ciudadanos respecto a sus representantes políticos, así como el descrédito y falta de confianza hacia las instituciones, provocan que con facilidad una ciudadanía escéptica y hambrienta acabe vendiendo su alma al diablo. A fin de cuentas, nuestro futuro dependerá de la voluntad de nuestros políticos de fortalecer la democracia, y de los ciudadanos de no ceder al desconsuelo y recuperar su optimismo ante la posibilidad de un proyecto colectivo.
Ramón Besonías Román