La joven le dio la espalda al sol girando sobre sí misma con tanta rapidez, que el movimiento hizo revolotear su vestido de vuelo largo, enseñando más de lo que las normas de la decencia permitían, pero menos de lo que los ojos de su amante creyeron ver.
Observo como su mirada seguía las ondas que dibujaba la fina tela roja, bajo la cual, la piel aun blanca de sus piernas tras meses de confinamiento, danzaban al son de una música que solo ella escuchaba.
Más tarde, cuando caiga la noche, el vestido rojo desaparecerá, se deslizará sobre su piel, caerá por sus hombros, y tras el escote de corazón aparecerán sus pezones rosados ya duros de excitación, pero por ahora tendrá que conformarse con mirar. Así era la lógica imperturbable de la seducción, madre de la tentación que provoco el pecado original de la humanidad
Casi podía ver la frágil capa de la burbuja de silencio que se formaba alrededor de ella y de su amante, separándoles del resto del mundo. La seducción era como esa pompa de jabón, una esfera frágil y líquida, que intentas que vuele y no se rompa.