Revista Religión
Por Abdu Murray | Cada año cerca de Semana Santa, sucede lo mismo. Sale un programa especial de televisión o un libro que desafía la validez de la Resurrección de Jesús. Promete revelar información nueva o secreta que “la iglesia no quiere que se sepa”. Pero tal información no es nueva ni secreta; está destinada a desacreditar la fe cristiana, pues si la Resurrección puede ser echada por tierra, la esperanza del cristiano deja de ser segura.
Debo confesar que yo solía hacer esa misma objeción. Cuando era un musulmán devoto, rechazaba la Resurrección de Jesús, porque el Corán decía que Él no había muerto en la cruz, y mucho menos que resucitó de los muertos. (Véase Corán 4:157-158). Como musulmán, quería que otras personas creyeran lo que yo creía —que la seguridad de nuestra esperanza no está basada en la muerte y la Resurrección de Cristo, sino en la misericordia de Dios para quienes se esfuerzan por obedecer todos sus mandamientos. Desacreditar la Resurrección desacreditaría al evangelio, lo que me permitiría atraer a la gente a cualquier esperanza que pudiera ofrecer el Islam. Después de todo, como escribió el apóstol Pablo: “Y si Cristo no ha resucitado, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Co 15.14).
Durante siglos, las diversas religiones han pretendido ofrecer esperanza. Pero, dado que los fundadores de esas religiones nos piden que les sigamos, en nuestras mentes debe surgir una pregunta: ¿Por qué debemos confiar en tal persona? Sus respuestas no nos han dado pruebas sustanciales. Han dado pruebas subjetivas que solo apelan a nuestro sentido de la belleza, de la estética, o de la autoridad. El Islam, por ejemplo, enseña que el milagro central (y, básicamente, el único milagro) que certifica la condición de profeta de Mahoma, es la excelencia del lenguaje del Corán. Pero eso es simplemente una afirmación subjetiva. El texto estimado del hinduismo es el Bhagavád-guitá, que cuenta la historia del encuentro del dios Krisna con un joven guerrero llamado Arjuna mientras éste lucha con analizar el deber, el honor, la guerra y el amor. Pero esta historia no tiene ningún fundamento histórico, lo que significa que sus lecciones simplemente apelan a nuestras preferencias. Cuando se le preguntó a Buda qué confirmaba la validez de su autoridad espiritual, simplemente señaló la profundidad de su enseñanza. “Miren mi dharma [religión]”, decía, sin dar ninguna otra justificación. Y el ateísmo naturalista nos dice que nuestra esperanza se encuentra en los valores comunes de la humanidad, pero no nos da ninguna base para tal esperanza.
Sin embargo, la respuesta de Jesús es única. Al entrar en el templo, vio a los mercaderes robando a la gente. Por tanto, volcó sus mesas y los expulsó, declarando que habían hecho de “la casa de mi Padre casa de mercado” (Jn 2.16). Mientras salían para alejarse del fuego que veían en sus ojos, le preguntaron: “¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto?” (v. 18).
Jesús respondió como nadie más podía hacerlo. “Destruid este templo”, dijo, “y en tres días lo levantaré” (v. 19). Se refería a su propio cuerpo, por supuesto. Pero no pasemos por alto el contexto. Jesús se refirió al templo como “la casa de mi Padre”, declarando de esa manera que era el Hijo de Dios divino. Esa no era una declaración intrascendente. Por eso las autoridades preguntaron con toda razón: “¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto?” “¿Por qué debemos creerte?” A diferencia de otros líderes espirituales, Jesús les dio una prueba concreta —su Resurrección de los muertos.
El evangelio le habla a nuestras emociones, al mismo tiempo que nos da una sólida base histórica sobre la cual sabemos que nuestros sentimientos de esperanza están bien fundados. Por Hebreos 11.1 sabemos que la esperanza y la fe no son sinónimas. Aunque, a menudo hablamos de “esperanza” en el sentido de una expectativa cargada de emoción de que una promesa se cumplirá, “fe” es nuestra confianza en Aquél que hizo la promesa.
Pero, ¿cómo podemos confiar en Jesús? En primer lugar, por su muerte en la cruz. Por supuesto, para que Jesús resucitara de los muertos, tenía que haber muerto primero. Traigo esto a colación porque, como he mencionado antes, los musulmanes afirman que Jesús no murió realmente. Pero la evidencia histórica —incluyendo no solamente los evangelios, sino también fuentes extrabíblicas, como el historiador romano Tácito y el historiador judío Josefo —nos dicen que Jesús murió crucificado por orden de Poncio Pilato. Por cierto, el historiador ateo moderno Gerd Lüdemann escribe: “La muerte de Jesús, como consecuencia de la crucifixión, es innegable”.
Luego, tenemos las apariciones del Señor a sus discípulos. La historia nos dice que los discípulos estaban firmemente convencidos de que, después de su muerte, lo vieron —con vida— con sus propios ojos. Según la historiadora Paula Fredriksen, la convicción de los discípulos de que habían visto al Cristo resucitado se basa en “hechos conocidos que no dan lugar a dudas”. Y ella no está sola en esa conclusión. A pesar de que rechaza al cristianismo, y cuestiona lo que fue realmente la Resurrección, Lüdemann admite que “puede tomarse como históricamente cierto que Pedro y los discípulos tuvieron experiencias después de la muerte de Jesús, en la que Él se les apareció como el Cristo resucitado”. Los discípulos fueron muertos o estuvieron dispuestos a morir por su convicción en cuanto a la Resurrección de Jesús. Y, muy diferente a los miembros de una secta o de los radicales que están dispuestos a morir por una creencia de la cual alguien les convenció de que era cierta, los discípulos estuvieron dispuestos a morir por un hecho que ellos sabían era, o bien cierto o bien falso. Si la Resurrección no hubiese sucedido, realmente, ellos lo habrían sabido, y su predicación habría sido una mentira. Pero se mantuvieron firmes frente al sufrimiento.
En tercer lugar, la historia nos dice que los escépticos Pablo y Jacobo se convirtieron después de encontrarse con el Cristo resucitado. Sabemos por las fuentes más antiguas que Jacobo no creía en Jesús antes de la Resurrección (Mr 3.21, 31; 6.3, 4; Jn 7.5). Pero, después de que Jesús resucitó, Jacobo se convirtió en el líder de la iglesia de Jerusalén (Gá 1.19; 2.9; Hch 12.17; 15.13). Y Pablo no era simplemente un escéptico, sino también un enemigo de la iglesia, que estuvo de acuerdo con el asesinato de Esteban, y arrastraba a la cárcel a los cristianos (Hch 7.58; 9.1-9; Gá 1.13). Pero su encuentro con el Cristo resucitado transformó a Pablo de perseguidor de la iglesia, en el paladín del evangelio (1 Co 15.3-8; Gá 1.11-18).
Y, por último, está la tumba vacía. Aunque no todos los eruditos están de acuerdo en su historicidad, un buen número sí lo está. De hecho, el autor William Wand resume bien el argumento cuando dice: “Toda la evidencia histórica que tenemos está a favor de la tumba vacía, y los eruditos que la rechazan debe reconocer que lo hacen por otra razón diferentes a la historia científica”.
Solo una explicación da cuenta de que el Señor Jesús murió crucificado y resucitó de entre los muertos tres días después. Esa realidad histórica es la sustancia de la esperanza del cristiano.
Hubo un tiempo en mi vida cuando estos hechos eran lo que Al Gore llamaría “verdades que no convienen”. Después de años de estudio, mi integridad intelectual me obligó a aceptar que esos hechos ocurrieron. Pero hizo falta todavía más tiempo para que la verdad hiciera el viaje más largo, de la cabeza al corazón. ¿Por qué razón? Porque las consecuencias de creer en la Resurrección eran demasiado grandes. Porque, en realidad, la Resurrección declara que el evangelio es verdad; y es, al mismo tiempo, una refutación de todas y cada una de las cosmovisiones que quieran negar el significado de la cruz. Y si mi cosmovisión rechazara la Resurrección de Jesús, entonces tendría que renunciar a ella y morir a mí mismo.
Como dijo Jesús en Juan 2.18, 19, su Resurrección da razón a su afirmación de que soy un pecador en necesidad de un salvador, y de que Él es ese Salvador. Hoy, esta verdad empapa cada aspecto de mi vida. La cual no solo me da esperanza para el futuro, también transforma la manera como enfrento la vida en el presente. La Resurrección nos asegura que después de los Viernes Santos llegan los Domingos de Resurrección. La esperanza para un mundo afligido por el dolor y la desgracia es la evidencia de que Jesús resucitó de los muertos, como solamente puede hacerlo el Señor de la Gloria. Jesús resume en una sola frase todo lo que se ha escrito en cuanto a esta esperanza: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Jn 14.19).
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