Revista Libros

La señal de la cruz

Publicado el 11 octubre 2011 por Rubencastillo
La señal de la cruz
Hay tipos de libros y hay tipos de lectores. Ignorar era circunstancia es un error, y nos lleva a la crueldad o a la ceguera. Algunos de esos lectores disfrutan leyendo poemas gongorinos; otros prefieren novelas existenciales; y otros eligen emplear sus horas devorando best-sellers, libros de autoayuda o fascículos de filiación esotérica. Nada que oponer a ninguna de esas actividades. El más riguroso volumen que se haya escrito sobre el ácido desoxirribonucleico será contemplado con absoluta indiferencia (y con absoluta ignorancia) por cualquier profesor de una facultad de letras: se encuentra tan alejado de su horizonte intelectual que le resulta tedioso e improductivo.
Aclarado ese punto, diré que la novela La señal de la cruz, del americano Chris Kuzneski (que ha traducido Gonzalo Torné para el sello Planeta) es un best-seller. Pero que, a diferencia de otros volúmenes de parecido cuño, atesora una cualidad especial: es un libro bien escrito, que se lee sin rubor incluso por lectores acostumbrados a otro tipo de literatura. Es libro ameno, galvánico, bien documentado y muy bien construido, donde se nos habla de una misteriosa serie de asesinatos, excelentemente resumida en la página 314 de la obra ("Un sacerdote de Finlandia que había sido secuestrado en Italia pero asesinado en Dinamarca. Un príncipe de Nepal secuestrado en Tailandia pero asesinado en Libia. Un jugador de béisbol de Brasil que había sido raptado en Nueva York y crucificado en Boston"). Si a ese sorprendente catálogo le añadimos un misionero australiano, Paul Adams, que es asesinado en Pekín, y unas extrañas excavaciones que se producen en la localidad italiana de Orvieto, tendremos los ingredientes necesarios para una novela trepidante y llena de sorpresas.
¿Los defectos de la obra? Pues, en principio, dos: en primer lugar, el giro "normalizador" que da Kuzneski a la novela en sus últimas páginas, con el oportuno testimonio de Poncio Pilatos, que no tiene más objeto que contentar a tirios y troyanos; y en segundo lugar, el notorio abuso de la tensión folletinesca en los finales de capítulo, que adquiere una dimensión de caricatura, por su hipertrofia.
En suma, este joven escritor norteamericano ha conseguido una obra de alto interés, con trazas de humor, intriga política, persecuciones creíbles, poderosa armazón narrativa y símbolos adecuadamente manejados, que se propuso "borrar la línea entre la realidad y la ficción sin tener que dar explicaciones a nadie" (p.508) y que sin duda lo ha conseguido.
Gustará incluso a los lectores menos aficionados al "cristianismo-ficción".

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