La Segunda Guerra Mundial, como es lógico, generó una ola de películas de propaganda de uno u otro signo. Los nazis apelaban a la superioridad de la raza aria y al peligro judío, los italianos se asomaban a su gloriosa historia, los rusos prometían vengar la agresión sufrida por la madre patria y americanos e ingleses intentaban convencer al mundo de la integridad de su lucha por la democracia. Si ayer hablaba de cómo algunas multinacionales promocionan sus productos a través de ciertas producciones cinematográficas, hoy hay que apuntar que los países, sea por motivos políticos o bélicos, también han utilizado con largueza este medio para defender sus intereses y promover una determinada visión del mundo. En 1942, cuando se estrenó La señora Miniver, la guerra se encontraba en su apogeo. Estados Unidos acababa de entrar en la contienda, después del bombardeo de Pearl Harbour e Inglaterra empezaba a respirar, a pesar de que los alemanes, que ya se encontraban en serias dificultades en su campaña contra la Unión Soviética, todavía eran capaces de lanzar algún que otro latigazo en forma de bombardeo contra las ciudades británicas.
Tal es el poder del cine que, tan solo tres años atrás, en 1939, el estreno de Lo que el viento se llevó había reforzado las posiciones aislacionistas de Estados Unidos frente a la conflicto que estaba a punto de desatarse en Europa. Hizo falta un suceso tan dramático como el bombardeo de Pearl Harbour para que esta mentalidad cambiara de repente, a pesar de que ya había muchas voces que clamaban frente al peligro de una victoria fascista. La señora Miniver se inscribe en el esfuerzo por presentar al aliado británico como un pueblo de ciudadanos trabajadores y decentes - muy parecido al estadounidense - que ve su forma de vida agredida por un enemigo implacable. La película tuvo un éxito inmediato y se hizo acreedora de seis premios Oscar. El mismísimo Winston Churchill, el alma de la resistencia británica, dejó dicho que La señora Miniver había contribuido más al esfuerzo bélico de su país que si le hubieran mandado una flotilla de destructores.
Y es que el film de William Wyler es como un mecanismo de relojería preparado para que el ciudadano medio se identifique con unos personajes que gozan de una vida acomodada que han construido por medio de su trabajo. Todo comienza con la existencia feliz del verano de 1939, en el que las inquietantes noticias que llegaban del otro lado del canal no podían ser tomadas totalmente en serio. Londres es una ciudad dinámica, repleta de las tentaciones propias de la sociedad de consumo, en las que caen fácilmente la señora Miniver y su marido, que habitan una casa idílica en la campiña inglesa. Sin dejar de apuntar algún detalle interesante, como que la censura del Hollywood de la época les hace dormir en camas separadas, hay también que señalar el hecho de que su hijo mayor ha empezado a estudiar en Oxford y vuelve de su primer año con algunas ideas de corte socialista, muy críticas con las clases altas, pero la película solo esboza esta situación, pues le interesa progresar por otros derroteros: la unidad del pueblo británico contra la agresión nazi, como ejemplo edificante para los Estados Unidos.
Es en este sentido en el que La señora Miniver funciona con plena eficacia y se convierte a ratos en una película absolutamente magistral. Si el espectador se ha identificado con los personajes con facilidad en el primer acto, no será difícil que se solidarice de inmediato con sus sufrimientos cuando la ofensiva aérea alemana arrecia contra el aeródromo cercano a la población en la que viven. Los Miniver tienen que convertirse en héroes a su pesar, a través de secuencias tan poderosas como la salida de toda clase de embarcaciones de Inglaterra para rescatar a sus soldados copados en Dunkerque o la terrible escena del matrimonio refugiado con sus hijos pequeños en un precario bunker casero mientras el bombardeo arrecia en el exterior y ellos intentan abstraerse leyendo Alicia en el país de las maravillas.
La conclusión que podía sacar el espectador medio norteamericano es que la guerra es terrible, pues destruye casas y personas. Pero también dignifica al ser humano, que actúa como eslabón imprescindible de la unidad de la patria contra el enemigo común. Para lograr esto no hay que mostrar la cara más sucia de la guerra. Las muertes deben ser asépticas y los daños materiales reparables. Además, la religión ha de cumplir su papel de otorgar significación al sacrificio, acercando aún más entre sí a los miembros de la comunidad, sin distinción de clases sociales: la fórmula perfecta para que dichos sacrificios sean aceptables y se inscriban en la lucha heroica de un pueblo por su libertad. No puede acusarse a La señora Miniver de ser una película manipuladora, sino de ser hija de tiempos oscuros, en los que era necesario movilizar a los ciudadanos por todos los medios y convencerlos de la justicia de su causa. Lo verdaderamente milagroso es que, setenta años después, el film de William Wyler siga siendo una historia conmovedora, que no ha perdido ni un ápice de su fuerza ni de su sentido.