Revista Cultura y Ocio
La sentencia (Madrid, Visor, 2015) es el libro póstumo de José Miguel Santiago Castelo (1948-2015) que fue reconocido el pasado junio con el XXV Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma. Cuenta la nota preliminar anónima —me pregunto si redactada por Juan Manuel de Prada, amigo de Castelo y miembro del jurado— que precede a los poemas del libro que desde que empezó a escribirlo el poeta tuvo claro que el título iba a ser ese, que es el de su primer poema, «La sentencia», dedicado a Carmina González Enguita, «pilar de mi quebranto», dice el poeta sobre su médico, su uróloga, de la Clínica de la Concepción de Madrid («Sonó la palabra. Seca y rotunda lo mismo que un disparo»). Y que también tenía claro que quería presentarlo al premio Gil de Biedma. Es —continúa la nota— la crónica de una enfermedad y fue concluido a mediados de febrero de 2015 y entregado en marzo a su colaboradora Sara García Monge para que mecanografiase un manuscrito sin apenas tachaduras, en un cuaderno de hojas cuadriculadas, algunas de cuyas páginas se reproducen en esta edición. Santiago Castelo pudo saber que su libro estaba entre los finalistas; pero murió el 29 de mayo y no supo que había sido premiado. La lectura del libro estremece; a pesar de que incluye algunos descansillos —poemas traídos de otras circunstancias, dedicados a amigos, algunas elegías— que el lector agradece en la empinada subida que se hace dura hasta el último poema, el último peldaño, «La otra orilla». La sentencia es un libro que emociona, con poemas en los que hay una fuerza y una intensidad poéticas y de ánimo que conmueven, y de una alta calidad literaria. Pero me resisto a la idea de que sea el libro principal o más notorio de su autor, el que sea más recordado (que lo será). Intenté expresarlo ayer en el homenaje que la Asociación de Escritores Extremeños (AEEX) le rindió en Badajoz. Fue una mañana muy agradable en el recuerdo del escritor entrañable amigo de la vida. Allí, Isabel María Pérez González, promotora con la AEEX del homenaje, sus amigos Ricardo de la Montaña, Nieves Moreno, Víctor Guerrero, Manuel Pecellín, Pilar Molinos, Carmen Fernández-Daza, José Luis Bernal, Francisco Muñoz Ramírez, Luis Sáez, Antonio Reseco, colegas de profesión como Teresiano Rodríguez Núñez, paisanos como Mailo Corrales o Felipe Gahete, alcalde de Granja de Torrehermosa. Lectores, curiosos, conocidos, más políticos —el presidente de la Junta de Extremadura, el de la Diputación Provincial de Badajoz, el alcalde de Badajoz—, que se portaron bien en el uso de la palabra y facilitaron que una jornada tan densa se desarrollase casi estricta sobre su pauta y con el colofón de la proyección de la lectura que Castelo hizo en el Aula literaria «Díez-Canedo», en la Biblioteca Pública «Bartolomé José Gallardo» de Badajoz en 1993. Y la familia Pérez González, en el sentido recuerdo de la amistad de don Fernando Pérez Marqués y de su hijo Fernando con Santiago Castelo, evocada en las palabras y el poema de este que leyó Paco Muñoz Ramírez. Entre todos comenté que, por muy conmocionado que todavía esté uno por la lectura de un libro como La sentencia, un caso tan paradigmático en la corta historia de la literatura en Extremadura como el de Santiago Castelo, que más de cuarenta años de trayectoria literaria, no pueden reducirse a estos dignísimos ejemplos poéticos en tremendas circunstancias. Todo se andará. Por el momento, los cuarenta y cinco textos que conforman La sentencia son casi cuarenta y cinco golpes —salvo los descansillos— en la conciencia de cualquier lector; pero un poco más en la de aquellos que nos beneficiamos del inmenso corazón de un hombre de una bondad grande y que nos reconocemos en los adioses que en forma de dedicatoria nos fue dejando en un libro transido de dolor y de rabia humana nada trascendente. Ojalá que este libro sobre la muerte sea un estímulo para leer sobre la vida; quiero decir, sobre toda la obra anterior de José Miguel Santiago Castelo.