Si hay alguna enfermedad que nos recuerde inmediatamente a la Edad Media es, sin duda, la peste negra. Esta enfermedad que, en su momento, produjo la muerte de más de 25 millones de personas ( ver Caffa, las catapultas que bombardearon la peste a Europa), se produce por transmisión de la bacteria Yersinia pestis a través de la picadura de las pulgas de las ratas, y es también conocida como peste bubónica porque afecta los ganglios linfáticos que, debido a la infección, se hinchan hasta llegar a explotar (los bubones). Sea como sea, las condiciones miserables de la gente y la falta total y absoluta de medidas higiénicas -en buena parte propiciada por el fanatismo religioso, ver Silvania, la santa que no se lavó jamás - favorecieron el desarrollo de una de las peores epidemias que ha tenido que padecer el ser humano durante la historia. Por suerte, con la llegada de la medicina y los hábitos higiénicos modernos, ésta enfermedad ha pasado a ser una mera pesadilla del pasado... aunque tampoco se lo crea demasiado porque, en 1931, en pleno siglo XX, se produjo un brote de peste bubónica nada más y nada menos que en... L'Hospitalet de Llobregat. Las terribles condiciones de trabajo, la miseria, el hacinamiento, la falta de higiene, la existencia de los llamados " sitiales" y la comodidad de las clases acomodadas barcelonesas desencadenaron un brote epidémico que produjo 26 afectados y acabó con 7 personas muertas. ¿No se lo cree? Siga leyendo porque el asunto tiene -y no poco- desperdicio.
A las 13 horas del día 5 de agosto de 1931, los servicios del Instituto Municipal de Higiene de Barcelona reciben notificación de un posible caso de peste bubónica en la calle Rambla Catalana, 54 bajos, del barrio de la Torrassa de L'Hospitalet. Movilizados un par de médicos, al llegar a la dirección citada encuentran en estado agónico a Francesca Mellado, una niña de 13 años que trabajaba en una fábrica de aceites y que se había contagiado de forma desconocida unos días antes, dando los síntomas típicos de inflamación de ganglios de la peste negra. Ordenado su traslado al Hospital del Mar de Barcelona (que en aquel momento actuaba de hospital de infecciosos), la chiquilla murió antes de la llegada de la ambulancia. Este primer caso, que comportó el aislamiento de 15 personas que convivían con ella, dio el banderazo de salida a una carrera contrarreloj para controlar un brote epidémico que, desatado, podría poner en jaque la salud pública de la capital catalana. Los enemigos fueron rápidamente determinados: las ratas y los sitiales que, en L'Hospitalet, criaban miles de cerdos con las basuras de Barcelona.
El hecho de que las ratas contribuían a la extensión de la peste era harto conocida, a pesar de que no fue hasta el 1894 en que se descubrió la relación directa entre la enfermedad, la bacteria, las pulgas, las ratas y los humanos. Paralelamente a este descubrimiento, en Hospitalet se puso de moda la lucrativa actividad de utilizar la basura que generaba Barcelona como materia prima con la que alimentar a miles de cerdos, los cuales es sabido que son capaces de comer todo lo comestible e incomestible. Una capacidad que, en una época en que las basuras urbanas eran estrictamente orgánicas (el plástico no se conocía) los convertía en unas inmejorables máquinas de reciclar desperdicios. Barcelona era una urbe que superaba las 500.000 almas mientras que Hospitalet era un pueblecito de poco más de 4.000 habitantes. Las basuras eran ingentes y el negocio estaba asegurado.
El funcionamiento de los sitiales era sencillo. Los encargados y trabajadores de estas plantas de reciclaje caseras iban por las calles con grandes carros, recogiendo las basuras de las zonas asignadas. Las amas de casa o las chachas de las casas bien, bajaban los desperdicios en cubos cuando pasaban los basureros y éstos cargaban los carros con ellas. Una vez lleno, volvían al sitial, que consistía en una explanada a cielo abierto donde se descargaban los carros y, tras un primer triaje donde se separaba lo no estrictamente orgánico, se dejaban a merced de los cerdos. Unos cerdos que, ocupando las porqueras que rodeaban los patios, acababan por dar cuenta de los residuos depositados y transformando un desecho humano en cotizada proteína animal. Los restos no consumidos se dejaban fermentar y se vendía a los payeses del Delta del Llobregat ( ver El delta del Llobregat, una costa en retroceso ) que lo utilizaban como abono orgánico para sus campos. Un negocio muy lucrativo que tenía como inconveniente los olores que la materia orgánica en putrefacción producía y al que se había de sumar el de los purines de los animales que criaban (sobre todo cerdos, pero también gallinas, cabras y otros animales). Las medidas de higiene para los trabajadores -como era "tradición" en la época- ni estaban, ni se las esperaba y las ratas, animales oportunistas como pocos, se añadían con fruición a la fiesta... con todo lo que ello comportaba, claro.
Huelga decir que los aromas que recibían a tiempo completo las gentes que vivían en las cercanías de uno de estos sitiales no eran exactamente Chanel Nº5, pero ello, pese a que desde 1890 se prohibía la instalación de estos negocios a menos de 1 km de las zonas urbanas, en un Hospitalet circunscrito al barrio del Centro y prácticamente despoblado, no era ningún problema. El problema vino después cuando en menos de 30 años, su población se multiplicó por diez.
En un principio, los sitiales y traperos se situaron en el barrio de Santa Eulàlia por proximidad a Sants (a partir de 1897 absorbido por Barcelona), el desarrollo del Eixample y su principal vía hacia el sur, la Gran Vía. Asimismo, la existencia de una gran red de acequias procedentes del Canal de la Infanta aseguraba un aporte continuo de agua, pero el crecimiento de la parte de Sants, hizo que las zonas de Hospitalet colindantes (es decir Collblanc y la Torrassa) hasta entonces muy poco pobladas, a partir de 1907 empezasen a recibir la instalación de sitiales de basureros provenientes de Sants y Hostafrancs que se veían expulsados de su barrio. Las distancias mínimas se las pasaron por el forro habida cuenta que al ayuntamiento de L'Hospitalet ya le venía bien poner la mano (era un negocio guarro pero que proporcionaba un buen rédito a sus propietarios y daba trabajo a más de 1.000 personas) y el ayuntamiento de Barcelona estaba más que encantado de que alguien le quitase la mierda de encima. Las quejas de un vecindario hospitalense en expansión no tardaron en llegar.