Me pregunto qué pensaría hoy en día Walt Disney, un creador nato que en su momento aportó nuevas formas de narración cinematográfica, de la productora que lleva su nombre. A su manera, innovó y puso en pie una compañía que se ha consolidado hasta la actualidad. Sin embargo, dicha etapa quedó atrás y Disney, ahora mismo, es una factoría empeñada en comprar franquicias de éxito para repetir y reiterar sus triunfos del pasado. Como ya ocurriera con “La bella y la bestia” (1991), “Aladino” (1992) o “El rey león” (1994), las versiones animadas han dado paso a producciones que prescinden de los dibujos, aportando en su lugar unas imágenes que, de tan alteradas, ni siquiera cabe calificarlas de reales. Siguiendo esta tendencia, le acaba de llegar el turno a “La sirenita” a través de una adaptación a la realidad cibermodificada del célebre film de los años ochenta aunque, en definitiva, para contar una historia idéntica. A quienes ya visionamos los títulos originarios e, incluso, los disfrutamos, estos nuevos estrenos nos transmiten una carencia absoluta de originalidad y creatividad, amén de una ausencia de riesgo y de apuesta por otros relatos alternativos. Con una tenue y artificial capa de barniz impuesta por lo “políticamente correcto”, asistimos a la desesperada decisión de recurrir a las victorias de antaño presentadas como novedad y convirtiéndolas en la vía escogida para asegurar unos elevados ingresos en taquilla. Junto a la también tediosa propensión a alargar artificialmente los proyectos por medio de segundas, terceras y enésimas partes, se trata de cocinar exactamente el mismo plato para servirlo como si fuera una innovación del menú. Por desgracia, al largometraje le falta lo esencial, ese ingrediente difícil de definir y explicar que torna interesante su visionado y que le aporta chispa y mordiente. Yo puedo revisionar la versión de “El rey león” de los años noventa, disfrutar con su vibrante música y con las aventuras de tan singulares personajes. Sin embargo, no volveré a ver la adaptación posterior, llevada a las salas de cine en 2019 por Jon Favreau. Ni contiene la misma fantasía ni produce las mismas sensaciones. Para quienes conocimos los originales, estas no dejan de ser más que copias, y ya sabemos el valor que tienen las copias respecto de los originales. Quizá sus promotores piensen exclusivamente en ese sector del público que, ya sea por su juventud o por cualquier otra circunstancia, no llegó a conocer las propuestas iniciales. En tal caso, no descarto que les pueda gustar esta opción. Pero, sea como fuere, la premisa de partida me parece pueril y decepcionante. Ariel, la más joven de las hijas del Rey Tritón y también la más rebelde, alberga una gran curiosidad hacia el mundo que existe fuera de los océanos. En una de sus visitas a la superficie, se enamora del apuesto Príncipe Eric. Las sirenas tienen prohibido interactuar con los seres humanos, pero Ariel decide seguir los dictados de su corazón y romper con el destino que se le ha impuesto. Por ello, lleva a cabo un trato con la malvada bruja del mar, Úrsula, que le da la oportunidad de experimentar la vida en la tierra, poniendo así en peligro su existencia y la corona de su padre.Asume la realización el director Rob Marshall, nominado al Oscar por el excelente musical “Chicago”, aunque desde entonces no ha vuelto a alcanzar los niveles de su mejor trabajo. Aquí se pone al servicio de la industria, en el concepto literal del término, para abordar un metraje excesivo y firmar una cinta que no destaca por ningún valor cinematográfico propio. Forman parte del elenco los escasamente conocidos actores Halle Bailey y Jonah Hauer-King, acompañados por otros secundarios más curtidos, como Melissa McCarthy y Javier Bardem. Ninguno de ellos pasará a la Historia del Séptimo Arte por sus respectivos papeles.