El filósofo Karl Popper, define la sociedad abierta como aquella donde los individuos tienen la necesidad y libertad de tomar decisiones personales; y la distingue de las sociedades tribales o cerradas, que serían aquellas caracterizadas por una “actitud imbuida de magia o irracionalidad hacia las costumbres de la vida social, y la correspondiente rigidez de estas costumbres”…cuya vida “transcurre dentro de un circulo encantado de tabúes inmutables, de normas y costumbres que se reputan tan inevitables como la salida del sol”. Popper es claro en decir que es en la antigua Grecia donde si inicia un largo camino –aún no terminado- desde el tribalismo hacia el humanitarismo. Hacia una sociedad abierta.
En el debate en torno al matrimonio gay, podemos ver varios aspectos donde se aprecia claramente la tensión que menciona el filósofo austriaco, entre diversos resabios de tribalismo colectivo “donde las instituciones no dejan lugar a la responsabilidad personal” (Popper), versus espacios abiertos donde el individualismo puede desarrollarse y es valorado.
Dicha tirantez se aprecia en dos aspectos esenciales de la discusión en torno al matrimonio gay y desde “ambos bandos”: en cuanto al carácter -natural o artificial- de las normas y su legitimidad en base a aquello; y en cuanto al nivel de tolerancia que se acepta en una sociedad -que define su nivel de apertura-. Es decir en cuanto al derecho de los individuos a expresar ideas libremente. Que no es otra cosa que el dilema de Sócrates en cuanto a la democracia misma.
En ese sentido, los discursos reivindicativos de ambas marchas –ya sea por la igualdad o por la familia- aunque parecieran mostrarse proclives a la libertad, muchas veces –por no decir casi siempre- se tornan enemigos claros de la idea misma de una sociedad abierta, pues finalmente siempre parecen apelar a un tribalismo solapado, que se opone a la autonomía del individuo.
En la Sociedad Abierta y sus enemigos, Popper dice que la falta de distinción entre leyes naturales y leyes normativas (monismo mágico), característico de las sociedades tribales, ha llevado a muchos por siglos, a argumentar que ciertas normas jurídicas concuerdan con la naturaleza humana, en tanto otras serían contrarias a ésta. Lo contrario, entender esa distinción, sería el dualismo crítico.
Paradojalmente, el monismo mágico -y sus diversas vertientes- ha sido usado históricamente, tanto para promover la igualdad (podríamos incluir a Rousseau) como para promover el anti-igualitarismo (Platón). Cualquiera sea el caso, lo colectivo, lo tribal en definitiva se opone e impone al individualismo. Lo interesante es que la discusión sobre el matrimonio gay no ha escapado a ese influjo.
Así por ejemplo, tanto opositores como defensores del matrimonio gay aluden a cuestiones naturales para defender o rechazar cierta norma en discusión. Los primeros dicen que lo natural es el matrimonio entre hombre y mujer, a la vez que plantean que el gay se hace o es producto de una alteración de la naturaleza (aludiendo a la idea de enfermedad); Los segundos, dicen que la condición homosexual surge naturalmente y no es una elección personal, o que es parte de una evolución natural.
Si uno analiza los diversos argumentos a favor o en contra, la discusión se mantiene dentro del monismo mágico (falta de distinción entre leyes naturales y leyes normativas), ya sea –en base a la distinción de Popper- como naturalismo biológico; como positivismo jurídico; o como naturalismo psicológico o espiritual (que sería la mezcla de los primeros).
Si somos honestos, tal como dice Popper “la naturaleza no nos suministra ningún modelo, sino que se compone de una suma de hechos y uniformidades carentes de cualidades morales o inmorales” y agrega “somos nosotros quienes imponemos nuestros patrones a la naturaleza y quienes introducimos, de este modo, la moral en el mundo natural”.
Es decir, tanto defensores como opositores al matrimonio gay estarían cayendo en la misología. En otras palabras, se están oponiendo –de manera consciente o inconsciente- a la posibilidad de la reflexión racional acerca de estos asuntos. Lo peor es que eso, además, lo asumen como una cuestión colectiva, no individual. Lo que nos lleva al dilema socrático como segundo eje del problema.
El rechazo mutuo a cualquier expresión de disidencia tanto a favor o en contra es visto no como una opinión personal –y por tanto con derecho a ser expresada- sino como una especie de guerra tribal entre bandos irreconciliables. Y entonces surgen atisbos de intolerancia, no sólo de quienes se presume menos tolerantes, sino de quienes se esperaría mayor tolerancia. Como vemos, en ningún caso se defiende la autonomía personal o individual sino posturas colectivas que se presumen, superiores moralmente a otras. Algo muy característico de una sociedad tribal o cerrada, y también de sociedad totalitarias.
Entonces, un detalle más interesante es que ambos sectores, juzgan el individualismo –que es ejercer opiniones libremente- como un “impío acto de injusticia”. En ambos casos, el colectivo –la entelequia que valoran- es todo y el individuo, la persona es nada. Para ninguno somos fines en sí mismos realmente. Y con ello, hay un riesgo, que es que la apelación a sentimientos humanitarios y morales algunas veces en la práctica deriva en actos inhumanos. Ya sea en nombre de la familia o de la diversidad. Sobre todo cuando se hace desde un punto de vista tribal.
Popper plantea que “entre las leyes del Estado por un lado, y los tabúes que observamos habitualmente por el otro, un campo se ensancha día a día, correspondiente a las decisiones personales”. Claramente eso es lo que está ocurriendo hoy en día.
tribalismo; o a seguir propiciando una sociedad abierta. Parafraseando a Popper, si queremos seguir siendo humanos, el único camino es la Sociedad Abierta.