Sin darnos cuenta, pero de forma imparable, nos dirigimos hacia un modelo de sociedad insensible, como si estuviera anestesiada. Los síntomas de este abotargamiento de la sensibilidad social se acumulan diariamente y ya nadie puede mostrarse indiferente ante lo que abofetea el rostro de una dignidad que debiera anidar en nuestras conciencias. La hipocresía hace tiempo que fue superada, como apariencia de responsabilidad que nos impelía a suplir justicia por caridad, por esa otra forma de inequidad que nos deja yertos y con la capacidad sensitiva de un cadáver. Ahora preferimos abiertamente carecer de todo compromiso y mostrar la más absoluta indiferencia frente a las alarmas inhumanas que se suceden a nuestro alrededor y que consentimos sin siquiera abochornarnos. De manera impávida, dejamos que muera gente sin que reaccionemos por culpa de una sociedad narcotizada, incapaz de mover un dedo contra los daños que aflige a los más débiles de sus miembros, a los más desafortunados de sus integrantes, a los más indefensos de todos: a seres humanos segregados por cualquier condición que pueda dividirnos, ya sea por raza, credo, sexo, cultura o capacidad económica. Y nos cruzamos de manos con una excusa tan falsa como inmoral que ni siquiera nos convence porque podría volverse contra nosotros mismos. Intentamos argüir entre balbuceos que no podemos hacernos cargo de todos los que hollan el suelo de España porque el Sistema no lo soportaría, sería insostenible. Y fingimos que nos lo creemos.
Porque, precisamente, gracias a esa justificación nacieron todos los “recortes” y demás “ajustes” que están ocasionando víctimas mortales en nuestro país. Es la consecuencia más desgraciada e insoportable, totalmente previsible, que se deriva de una política que persigue únicamente el beneficio vía austeridad en el balance de resultados. Amparados en excusas contables, negamos el acceso a la sanidad (también a la educación y a cuántas ayudas puedan contribuir a una integración real) de los inmigrantes que deslumbrados vienen a Europa creyendo que acuden a un mundo civilizado y moderno, al lugar que dice guiarse por los derechos humanos y al espacio económico más rico del planeta, aquel que promete alguna oportunidad a quien huye del hambre y la muerte a que estaban condenados en sus lugares de origen. Hambre y muerte que, paradójicamente, encuentran en lo que no era el paraíso soñado, sino el infierno de los desposeídos de carnet de identidad, de trabajo, de ayuda, de comprensión, de humanidad.
Ofuscados en la rentabilidad de nuestra convivencia, olvidamos la finalidad que debiera motivarla: las personas. Cegados por la contabilidad de los recursos, optamos por conseguir antes su abaratamiento que cumplir su función. Priorizamos una sanidad “saneada” antes que dispensar un derecho reconocido a los ciudadanos. Es así cómo todas las medidas encaminadas a hacer “sostenible” las políticas sociales constituyen, a la postre, una afrenta a la dignidad de los seres humanos, pisotean sus derechos, porque hacen prevalecer lo material y economicista sobre lo justo y necesario. Ninguna razón contable puede justificar la suspensión de garantías reconocidas en la Constitución, la dejadez frente a necesidades básicas de los individuos y, menos aún, la muerte. Sin embargo, estamos aceptando que esto sea lo que suceda cada vez con mayor crudeza, mayor frecuencia y ante nuestras propias narices. Y nos mostramos impávidos, silentes.
Algo está fallando. Está quebrándose lo fundamental, lo que nos brinda cohesión en la solidaridad y el socorro colectivos. No es de recibo que una persona fallezca, por muy indigente que sea, tras ser supuestamente atendida en un gran centro hospitalario de Sevilla. Fallan los mecanismos sanitarios cuando el objetivo es el “ahorro” y no la salud, y falla la deontología profesional cuando adolece de falta de sensibilidad para prescribir un alta médica a una persona en deplorable estado físico, que a sus 23 años sólo pesa 30 kilos y presenta una severa desnutrición y deshidratación, y a la que, al parecer, no se sometió a todas las pruebas que hubieran bastado (una simple radiografía) para detectar la bronconeumonía que finalmente segó su vida. Era un inmigrante polaco que, tras pasar dos horas y media en urgencias, se decide no ingresar y se da de alta por “problemática social”, a las dos de la madrugada. Poco después, se le encuentra muerto, tumbado en los sillones del salón de un albergue donde había sido conducido por los servicios de emergencia municipales. Probablemente no había camas disponibles, ni medicamentos, ni pruebas diagnósticas, ni una familia angustiada que reclamara asistencia ni ningún interés por atender a una persona de la que nadie se responsabilizaba. Sin tarjeta sanitaria, sólo tendría derecho a ese “tratamiento” de urgencia que recibió en tan sorprendente poco tiempo, menos del que tarda cualquier análisis en el común de las situaciones. Representaba un mero trámite que había que solventar sin desperdiciar los escasos recursos disponibles, y se derivó a los servicios municipales encargados de estos asuntos. Pero no se trata de un caso aislado.
En Valencia, muere a causa de un proceso gripal, en febrero pasado, otra inmigrante boliviana, de 42 años, por falta de atención médica. La mujer tuvo que recorrer durante casi una semana por diversos centros de salud y hospitales valencianos sin que en ninguno de ellos le dispensaran la atención requerida. Tampoco disponía de tarjeta válida para la atención sanitaria porque no cotizaba, motivo suficiente para negarle una ambulancia, una cama de hospital y el tratamiento habitual para una simple gripe que, sin el conveniente tratamiento, se complicó y acabó con su vida. La peregrinación por uno de los sistemas sanitarios más avanzados de Occidente resultó inútil ante una simple afección, en principio benigna, que desajustaba nuestros presupuestos. Es otra víctima de los “recortes” que hacen “sostenible” nuestra sanidad, aquella que ahorra causando la muerte a los excluidos de la misma. Un suma y sigue de despropósitos y desgracias del que nadie protesta.
Médicos del Mundo ha denunciado el fallecimiento en abril de otro inmigrante, otro más, esta vez un senegalés que llevaba ocho años residiendo junto a nosotros. Padecía tuberculosis y se le negó atención médica repetidas veces en el Hospital de Inca, en Mallorca, donde había sido derivado por su centro de salud. Finalmente murió en su domicilio por razones que no aparecen en ninguna autopsia, en la que sólo se registran fallos orgánicos, no fallos en la sanidad. También carecía de tarjeta sanitaria, también carecía de recursos, también estaba en situación irregular, también estaba enfermo, también necesitaba ayuda y también lo abandonamos antes que “cargar” con los gastos de un sistema que vela antes por su “rentabilidad” que por la salud de los ciudadanos y usuarios. Como los descritos, hay cerca de 840.000 personas sin tarjetas sanitarias esperando en España que la “suerte” no los condene a precisar de una atención que saben les será negada. Son las víctimas que presagian la coyuntura que nos aguarda a la población en su conjunto cuando la finalidad de los servicios públicos no sea la prestación de unos derechos, sino la eficiencia económica que los haga atractivos a la iniciativa privada.
Lo grave es que no es un problema que afecte sólo a nuestro país, donde nos han atemorizados con una crisis que acabará desahuciándonos de todas las conquistas sociales conseguidas por las generaciones que nos precedieron, sino que es una estrategia global del pensamiento neoliberal que implanta su modelo económico en la Europa que resurgió de las guerras apoyándose en la justicia distributiva y en los mecanismos de solidaridad que dieron lugar al llamado Estado de Bienestar.
A las riberas de esa Europa, que cada vez se vuelve más injusta desde parámetros de justicia moral y social, llegan oleadas de inmigrantes a encontrar la muerte. Cuando no son pateras en el Estrecho de Gibraltar, son rudimentarias embarcaciones que vomitan cadáveres en las costas italianas tras naufragios espeluznantes, como el producido en Lampedusa hace pocos días, que arroja la cifra provisional de 200 ahogados. El cinismo que es capaz de mostrar un continente anestesiado queda patente al conceder la nacionalidad a los que ya no pueden disfrutar de ella mientras, simultáneamente, denuncia a los supervivientes por delitos de inmigración ilegal y clandestina, penados con fuertes sumas de dinero y la expulsión del país.
Este es el modelo de sociedad al que nos encaminamos, sin pulso, sin sensibilidad, sin alma. No hay que ser cristiano para compartir el bochorno que dice sentir el Papa católico. Porque ya no es cuestión de caridad, ni de fe ni de esperanza, sino que es cuestión de dignidad. La que se reconoce al ser humano para ser tratado como persona, no como mercancía. Sin embargo, los “ajustes” que estamos consintiendo nos contemplan como simples mercancías, susceptible de generar beneficios. Si no, nos desechan, nos excluyen, como a los inmigrantes. Y seguimos callados, tolerando todos los atropellos que pisotean nuestra dignidad. ¿Hasta cuándo?