Revista Historia

La sociedad inodora

Por Rbesonias

La sociedad inodora
La gran mayoría de los lectores celebrarían aliviados haber nacido en el siglo veinte y no, por ejemplo, en el dieciocho, si supieran de los escasos hábitos higiénicos de entonces. Por muy ilustrados que fuesen aquellos tiempos, los ciudadanos con posibles sólo se bañaban en contadas ocasiones (cuando estaban enfermos o en vísperas de su casamiento) y sus cabellos no conocían el jabón. El mismísimo Luis XIV rehuía el baño, a no ser que su médico le convenciese de lo contrario. La higiene era sólo una refinada cosmética. El ser humano del dieciocho tenía la convicción de que bastaba con cambiarse habitualmente de camisa para evitar los malos olores corporales, ya que la ropa, creían, absorbe todo el olor acumulado durante la larga jornada. Incluso ya entrado el siglo veinte, muchos occidentales consideraban nocivo lavarse con asiduidad, convencidos de que una costumbre así podía generar no solo enfermedades físicas, sino también debilitar nuestro carácter. A esto hay que añadir el hecho de que las ciudades -exceptuando el núcleo palaciego- carecían de una mínima infraestructura que canalizara o vertiera basuras y heces fuera de la urbe. La invención del moderno inodoro no fue un aliciente suficiente como para cambiar los hábitos del incipiente hombre moderno, y los ciudadanos ricos que podían permitirse poseer alguno, lo utilizaban como un mero artefacto decorativo.
Sin embargo, el ser humano del siglo dieciocho no tardaría en ir adquiriendo la sensibilidad higiénica que hoy poseemos, quizá por sentido común o auspiciado por los nuevos aires científicos de la Ilustración, reacia a admitir como válidas todas aquellas explicaciones justificadas mediante razones infundadas, corrillos de taberna, recetas de la abuela y demás mitologías populares. El nuevo hombre, el humano moderno, deja atrás la irracionalidad de los antiguos, basando sus ideas y costumbres en la segura luz de la razón y de la ciencia. En definitiva, ¡hay que lavarse! Se acabó eso de tirar la mierda por la ventana. Letrinas colectivas en cada casa y lugares oficiales para retirar la basura. En 1774, un tal Karl Wilhehm Scheele inventa la lavandina, la primera lejía de la historia, mezcla de cloro y sodio que blanquea los tejidos y de paso los desinfecta. El desarrollo del industrialismo en las ciudades hizo aumentar la población en pocos años, obligando a las autoridades a orquestar medidas de canalización de residuos. No es extraño que fueran los ingleses los primeros en instalar en las casas el moderno sistema de tuberías e inodoros. Pero sería el descubrimiento de las bacterias el detonante definitivo para un cambio gradual y generalizado de hábitos higiénicos en la población occidental, carente ya de excusas para no lavarse las manos y bañarse con asiduidad. Hasta que Lister, un cirujano inglés del dieciocho, no aplicó las medidas antisépticas en cirugía, los pacientes morían como chinches por infecciones durante el operatorio. Los tiempos en los que la población moría a causa de las grandes enfermedades infecciosas (peste, cólera, tifus, fiebre amarilla) estaba llegando a su fin.
La industria farmacéutica pronto se convertiría en un fructífero negocio, monopolizando el acceso a los medicamentos y reconfigurando nuestro concepto de salud e higiene. Por su parte, el Estado institucionalizaría y controlaría desde entonces la salud de sus ciudadanos, a través de programas de prevención y normas públicas de higienización y de venta de productos alimenticios. Estado e industria impulsarían el modelo de ser humano sano, limpio y bello que hoy nos vende la publicidad. El desarrollismo de posguerra trajo consigo un auge del modelo grecolatino de culto al cuerpo y preocupación por la imagen personal, propiciando el repunte del negocio de la cosmética y de la cirugía estética. No solo hay que estar aseado y ser guapo, sino también parecerlo. Cualquier signo que denote enfermedad, fealdad o descuido por la imagen es tomado como un estigma social que debe ser solucionado u ocultado. Incluso el propio acto de la muerte se institucionaliza y regula racionalmente. La asepsia se instala en nuestra forma de vivir, construyendo un perfil de ser humano inodoro, a imagen y semejanza de los requerimientos sociales y a mayor gloria de las grandes corporaciones. La libre y desprejuiciada profusión de olores que antaño inundaban de humanidad las ciudades, hoy devienen en química de laboratorio y campaña publicitaria. Los héroes y heroínas de película ya no huelen ni se despeinan; no sudan, destilan Chanel nº 5. Oler se ha convertido en una nada sutil forma de incorrección política.
No es de extrañar que a los arquitectos catalanes de RCR
se les haya ocurrido crear un inodoro que permanece oculto, a no ser que necesitemos de sus servicios. Quien entre en el uvedoblecé diseñado por estos arquitectos quizá no aprecie que está realmente en un cuarto de aseo. Cualquier indicio de actividad higiénica ha sido camuflado a fin de dotar a la casa de una estética vanguardista, protegida contra los malos olores. Metáfora perfecta para los tiempos que corren. Al paso que vamos, afirman algunos científicos que la especie humana dejará de tener la sensibilidad de la que estaba dotado siglos atrás. Dejará de oler o solo tendrá sensaciones neutras, prefabricadas industrialmente; será incapaz de defenderse ante los olores desagradables
o peligrosos porque ya no sabrá diferenciarlos de los demás olores. Como los apáticos habitantes de la nave en la película Wall-E (Andrew Stanton, 2008), acostumbrados a experimentar la vida desde su confortable pantalla, quizá un día no sepamos ya ni siquiera oler o tocar, debiendo reaprender el simple acto de estar vivos.Ramón Besonías Román


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