- Dios vino a proclamar la libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos y libertad a los oprimidos. Eso dice el evangelio.
- Haga el favor de salir – exclamó el padre Farías dejando atrás el altar.
- ¿Y tú quién eres para hablar del Evangelio? – gritó la mujer que cargaba el estandarte de la Orden Tercera.
- Yo soy Jesucristo Gómez.
El Evangelio de Lucas Gavilán. Vicente Leñero.
En el gratuito impasse que obsequian las fiestas decembrinas, los potosinos (como buenos mexicanos que somos) gastan los últimos instantes del año para evadir la realidad, lo que los aburridos llaman el periodo de reflexión (que más bien debería ser, de profunda introspección) se transforma en un exabrupto de euforia y en algunas ocasiones, termina mal, afloran complejos, rencores, viejos agravios, y la religión y sus costumbres pasan a segundo término.
Nuestra propensión a imitar modelos de comportamiento de sociedades cultural y económicamente más avanzadas, nos arrastra a un gasto desproporcionado que más tarde que temprano acarreará una resaca moral. Cada quien en su exacta dimensión rebasa sus límites y expondrá la paz y la armonía de su familia al descrédito y la deshonra.
Cosas totalmente en desuso porque ya nadie se afecta por tener un mal historial crediticio o el prestigio social de la élite inglesa. Los mexicanos somos estándar y para nosotros el jolgorio es todo, armar boruca y reír hasta cagarse, beber hasta regurgitar por la nariz la cena, y soñar, soñar la suerte, que cae del cielo como los limones de los que habla la canción del gran barón.
Ilusionarse con todo, con la sonrisa furtiva; con el smartphone que gira en el aparador; con el carro nuevo que te ofrece una mensualidad baja y te oculta la anualidad. También están los políticos que envuelven en plástico sus verdaderas intenciones de joderte en despoblado, por eso dan despensas, bolsas de dulces, piñatas y pinos gigantescos que nadie pidió. La grotesca efigie de un pequeño tirano acomplejado.
Recién me hizo notar un amigo, las costumbres se han vuelto hacia la comodidad. La inmediatez del deseo y la satisfacción inmediata, ya nadie quiere esperar por comer, acariciar o poseer algo que se le antojó hace medio minuto. Se tiene la impresión de que si debes esperar para obtener algo, posiblemente cuando lo tengas en tus manos ya no será igual, ya se habrá perdido el encanto. Ese antropólogo social que hizo la funesta observación, ni siquiera tiene un título universitario que avale su opinión, solo es un cronista oficioso de la mutación de las sociedades y su proceso de involución.
Los mexicanos festejamos con curiosa algarabía el periplo de una pobre mujer montada en un borrico que busca afanosamente un lugar donde detenerse y parir al hijo de Dios. Exactamente igual que los hijos de las pobres mujeres indígenas que han dado a luz en las puertas de hospitales con sobrecupo o administrados por burócratas deshumanizados y corruptos.
Mexicanos precarizados, de mirada lánguida que fenece en cada exhalación, que aguardan al redentor que les dé justicia social. Como en El Evangelio de Lucas Gavilán del extinto autor y dramaturgo Vicente Leñero, quizás el más apócrifo de los evangelios encontrados lejos del mar muerto. Dos mil años después, el güero Chuy forzosamente tendría que ser un guerrillero, o al menos el ideólogo de algún movimiento libertario. Recorrería los callejones pútridos de los cinturones de miseria que circundan las ciudades cuál murallas de infestación.
Allá donde están los destiladeros de agua residual y los basureros, también están los vertederos de humanos que no son necesarios, los que estorban y ofenden con su fealdad, su miseria y sus fétidas exhalaciones corporales. Por eso en San Luis Potosí los ricos se fueron a vivir a los cerros, lejos de la inmundicia, de los vagabundos y los ruidos de claxon, lejos de perros sin dueño que cagan las banquetas sin nadie que se haga responsable de su mierda, lejos del fritanguero que arroja sus desechos a la alcantarilla. Allá en lontananza, detrás de esas murallas, viven los nuevos fariseos, esos que jamás rasgarán sus vestiduras de marca.
En lo más alto de la ciudad está la riqueza, la opulencia de los jerarcas que gozan la vida de ensueño, aquellos que miran la ciudad por la noche como un paisaje de luces que titilan en la lejanía. Desde su terraza, algunos cuantos potosinos se saben afortunados, no agradecidos, porque no tienen esa concepción de las cosas, pero si saben que la fortuna es para unos cuantos, porque si hubiera igualdad económica y social, ya se hubiera inventado algo nuevo para marcar una diferencia de clase, eso hasta los más jodidos lo entienden.
Sea pues San Luis Potosí, ciudad vieja y mojigata, eres la anciana que cubre su pelo pero prodiga el cotilleo, su rumor envenenado recorre las calles, pisa las baldosas y sus callejones orinados, se pasea como una ventisca y la brisa fría de la madrugada trae la falsaria noticia del fin de los tiempos, la enfermedad está en todos y morir es más cosa de suerte que de razón.
Guarden su distancia.