Revista Libros
Hay libros que son indecibles. Lo es La soledad del lector de David Markson, un conjunto de innumerables citas sobre el arte, la literatura, la vida. A la vez, es una novela -¿una novela?- en construcción con solo dos personajes -¿dos o uno solo que se desdobla en otro para relatar y contarse a sí mismo?- : el Lector y el Protagonista.
(Estoy envejeciendo. He estado en hospitales. ¿Tengo ganas de poner ciertas cosas por escrito?
El Lector es esencialmente el Yo en casos como ese. Sin embargo, se supone que en casi todos los demás casos no será de ningún modo el Yo.)
Son palabras que se leen casi al comienzo de La soledad del lector. ¿Acaso entonces son tres los personajes de este libro o tres en uno: Autor, Lector, Protagonista?
Sea como fuere, el Lector, que ha llegado a un lugar porque en otro no tenía ninguna clase de vida, se queda a vivir entre libros. Bien en una playa o en un cementerio como estancias posibles. Lee y escribe fragmentariamente el mundo
(El mundo es mi idea)
mediante citas literarias y breves apuntes sobre artistas, escritores, la cultura, la soledad, el amor, la memoria, el suicidio, el envejecimiento, la muerte...
Escribe y lee. Lee y escribe. Mientras tanto, en el libro de Markson se va abriendo paso el Protagonista con los atributos - ¿o sin los atributos?- que le va otorgando el Lector mientras lee, mientras escribe, mientras se mira a sí mismo.
(Con el Lector consciente de que todavía no ha concebido satisfactoriamente al protagonista)
Es un apunte que aparece casi al final de este libro. Y también antes y después:
(¿O es que de alguna extraña manera tal vez esté pensando en una autobiografía?
¿Puede el Lector forzar algo de todo esto?
¿O la memoria insistirá en desviar la imaginación?)
En este caso, no parece ser la imaginación la que invente para presentarse como memoria, tal y como leemos en Aire de Dylan de Enrique Vila-Matas, sino la que se ve obstaculizada por la irrupción de la memoria, la cual le dificulta al Lector tomar una mayor distancia del Protagonista.
Apenas sabemos algo del Protagonista. Ni lugar de nacimiento, ni edad exacta, ni si tuvo o no hijos, ni sobre sus mujeres, ni sobre su pasado o vida. Solo que ha estado gravemente enfermo y sigue estándolo y desconoce cuál será el último libro que leerá antes de morir.
Llegó solo, vive solo y morirá solo.
(¿Antes de ciertos amaneceres en la casilla, como un eco que el viento transportara desde la propia infancia del Protagonista, el gemido de un tren lejano?
¿Mitigando, tal vez, el recuerdo matutino del vacío del día anterior?
¿La expectativa de vacío del día que comienza?)
Esta novela -¿novela?-
(¿Una novela de referencias y alusiones intelectuales, por así decirlo, pero casi sin novela?)
concebida a modo de work in progress va dotando al Lector y/0 Protagonista de características a base de interrogantes que parecen cumplir la misma función de la que habla Vila-Matas en ¿Qué es lo que te importa?. Un mundo de interrogantes que entraña otros de posibilidades o realidades posibles.
En el fondo, da lo mismo. En la ficción todo es posible. Lo importante es el estilo.
(¡Personaje! ¿Qué es el personaje? ¡Lo que importa es el tono!)
Un escritor es un hombre devorado por un tono, proclamó Pascal Quignard en El lector, así como Flaubert escribe en la misma línea a Louise Colet una cita memorable que bien podría estar hablando de La soledad del lector:
Lo que me parece hermoso, lo que me gustaría hacer es un libro sobre nada, un libro sin ataduras externas, que se sostuviese a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire, un libro que apenas tuviera argumento, o, al menos, que fuese casi invisible, si esto es posible.
Sobre La soledad del lector: El lamento de Portnoy, de Javier Avilés.
Anotaciones de Markson en El ayudante de Vilnius, de Vila-Matas.