Bueno, pues acabada la novela que tantos días me ha quitado de andar por el blog, os regalo en primicia su primer capítulo (los veinte y tantos restantes, Dios dirá).
Es una novela, como entenderá quien tenga la paciencia de sumergirse en estas sus primeras líneas, que transcurre en un mundo algo "atípico" o quizás, mejor, podría decirse un mundo futurista no muy lejano.
No me enrollo, que demasiado larga resultará ya esta entrada. Estaré gustoso de recibir vuestros comentarios y sugerencias, por descontado.
Conque... ¡ve la luz, amada mía!
LA SOLEDAD, ES COSA DE DOS. CAPÍTULO I.
La niña, como es la mayor, entra pronto, arracimándose sin remilgos al primer grupito de amigas que encuentra; ni un beso me dá la puñetera cuando ya se aleja. Mi Rafa, no. Mi Rafa me aprieta con fuerzas la mano y se me echa a temblar como un pajarillo. Con ojos de pajarito se me queda mirando, a medio camino del llanto, de nada vale que le compre donuts para el recreo y le prometa chucherías para cuando salga; mi niño tiembla. Todo es arrancar y después se le olvida, pero mi Rafalín al punto me suplica con la mirada y al cabo, cuando eche a andar, lo hará mohino y cabizbajo, con un cabrilleo de agua en los ojitos y girando de vez en vez la cabeza por encima de la mochila mientras me dice con la manita que adios, adios, ¡adios, papá!
Desayuno en la cafetería nueva, descafeinado de máquina y media tostada con aceite y jamón, sentado a una mesa con el padre de Mirian, con el padre de Juanjo, con el padre de Javi y con el padre de Sandra. El padre de Elvirita no ha venido. Hablamos de nuestras cosas, cosas de hombres, ya se entiende, con el entusiasmo preciso, adormilados todavía, cada cual a su aire y sin prestar mucha atención a lo que dicen los demás, cinco monólogos inciertos que alguna vez, de puro azar, se entreveran. Hoy acabo pronto, he despertado con el ánimo cuajado, me levanto, me sacudo de las migas el pantalón.
-- ¿Ya te vas? -me pregunta el padre de Juanjo- ¿Y el cigarrito?
El cigarrito me lo fumo hoy camino de la plaza. El padre de Juanjo se sonríe, con la boca torcida, en ademán de querer bendecirme con un que te den, tú te lo pierdes, huye pues. Si por él fuera, se pasaba toda la mañana en la cafetería nueva -me consta, de hecho, que más de una vez lo logra sin proponérselo-, hablando memeces, desflorando dimes y diretes, arrepanchigado como una diosa sobre la silla, con la copita del coñac en la mano, nunca tiene nada que hacer, nunca lo lleva la prisa, nunca se le ha visto un sólo día salir pitando que es como salgo yo la mayoría de las mañanas, que cuanto más corro más ligero parece que me adelanta el tiempo, que cuanto más quiero abarcar tanto menos acaparo, él no, él de cuándo, él puede pasarse las horas muertas en la cafetería nueva, venga cafetito, venga copichuela con cigarrito, cuenta tú que te cuento yo ahora; cuántas veces no hay que vuelva yo con mi plaza ya hecha, mi carro cargado para toda la semana, y pase por delante de las vidrieras de la cafetería y todavía lo distinga ahí, al fondo, azorrado y como en adobo, en la misma mesa con la misma copa y la misma cara de pavo satisfecho y si me vé pasar agita la mano con ademán quiere que efusivo y me dice que entre y yo con una floritura de dedos y sin mirarlo a los ojos le digo que no, que de qué voy yo a desayunar otra vez, que ya vengo con mi plaza hecha y tú todavía ahí, mira cómo llevo el carro, mira cómo tengo que tirar con los dos brazos, después nos quejaremos, mucho decir después que no tengo tiempo, que esto no es vida, ay las piernas, ay la espalda, ay la leche, un carajo para ti. No quiero imaginar, y confieso que sufro apneas por no saberlo, cómo tendrá la casa este cabrón.
Joaquín -el padre de Sandra- se viene conmigo, siempre vamos juntos a la plaza. Es un hombre serio, ojiprieto, que canea en los aladares y camina encorvado, regostado en una especie de tristeza venerable; y siendo más joven que yo, parece mayor. Todo el mundo lo dice. Tiene un algo patético que le deja querer; es, o debiera serlo, buena persona.
Caminamos en silencio, como si nos conociéramos de toda la vida.
Fumamos de nuestros cigarrillos y arrastramos con indolencia nuestros carritos, los dos de tela a cuadros, así como escocesa. El mío chirría un poco y no tiene la dirección muy acá; además hoy, con cada bache o cada piedra del acerado, deja oír un compás que es como un entrechocar de cristalitos rotos o como un sordo ritmo de maraca caribeña, chis, quichis, chis, quichis, algo por el estilo. El padre de Sandra me mira, intrigado. Es un quilo de almejas que le compré ayer a la niña de la pescadería, le explico sin que me pregunte: las hice con fideos, que me salen muy bien, ¿te puedes creer que no se ha abierto ni una sola? ¡Ni una!, no te miento.
El padre de Sandra encoge un hombro, no se extraña por nada, sonríe, mira al suelo. Pues yo las devuelvo, le digo mirándole al cogote, verás lo que tardo en devolverlas: conste que no lo hago por la mierda que me han costado, pero que me dá mucho coraje callarme las cosas, sabes, y que me tomen por tonto, entiendes, como si uno fuera un idiota, ¡imagina! Con esto y poco más llegamos a la plaza, mosquerío con olor a pescado de azarosos padres de familia.
De pequeño me atraía el olor a podrido y a hierba mojada y a verdura fresca que tienen las plazas, pero ya no. El padre de Sandra se vá a la carnicería, cómprame medio quilo de filetes de ternera de los más jugositos, le digo, ¿vas a querer tú algo de la pescadería? La pescadería está a rebosar, ¿quién es el último? El último es un señor muy atildado y diría que abatido, con bigote tricolor, que me dá la vez y me la guarda mientras yo salto a la frutería, a por manzanas, manzanas para mis niños y, ya que estoy, seis plátanos, una piña, medio de mandarinas y cuarto y mitad de picotas para Angela que hoy viene a almorzar y dice que lleva como tres semanas pidiéndome picotas, exagerada, pues venga, ahora que las tengo delante, cuarto y mitad, de las de abajo si no es molestia. Un vistazo profesional a la pescadería: el del bigote sigue disecado y abatido en el mismo sitio, mira al infinito, la cola no avanza porque un tipo con chandal y con perilla teñida no deja de acaparar género, acedías de éstas, boquerones de aquéllos, pijotas de las de más allá, huevas, ahora chipirones, cigalas, ocho cangrejos, patas rusas un sarmiento, se ha vuelto loco, anda tarumba, está criando pirañas en cautividad, no lo sé ni me importa un carajo, así que meto tercera y me encajo con mi carro en el quiosco del Chico que no tiene más que a un tipo avinagrado que ya rehurga por la cartera: Chico, hijo, cuando tú puedas, a ver, recomiéndame un riojita que sea bueno. A Angela le gusta, almuerce donde almuerce, ensopar el condumio con un riojita bueno, como dice ella aunque no entienda demasiado bien ni de vinos ni de retóricas. Y ya que estoy, compro también vino blanco y una garrafita de aceite de oliva y una botella de coca cola de las nuevas de dos litros y medio, que se me antoja un extintor, no sé, tan gorda y colorada que la veo.
Brinco a la pescadería, el del bigote de colorines está siendo atendido. Allí me encuentro al padre de Mirian, aburridito con la comida de los niños, me confiesa, que no sé ya qué ponerles, que no les gusta nada de lo que les hago, que no me salen del huevo con las patatas fritas y las hamburguesas de pollo con las patatas chip, que a ver si hoy me los camelo con unos calamares y unas empanadillitas de atún y, por cierto, que esta noche tenemos Boda en la tele. ¿Que hoy tenemos Boda?, me escandalizo y palidezco. El padre de la Mirian asiente, con contundencia de acero. Boda, sí señor, lo reafirma con muy mala leche. Hoy retransmiten en diferido la del sábado, la de Estefanía Fuentebrava con el niñato putón ese de Cádiz.
¡Claro...! Claro, me digo, barrunto y me reconcomo por dentro, claro, mordiéndome un trozo de lengua, por eso Angela sale hoy del trabajo al mediodía, por eso es. Si todas son iguales, no se salva una, no se extravió el patrón. Que no se las vé la trenza en todo el santo día, que si los muchos quehaceres, que si las insalvables necesidades de la empresa, que si los compromisos, que si las inspecciones y los balances a última hora, de todo, de todo, pero en cuantito ponen Boda en la tele, ¡milagro!, se dejan caer por casa como avecillas migratorias, qué cucas, qué cucas, pero qué cucas salieron. Ya no basta con la Boda de los domingos, que nos la ponen, encima, cuando están echando el fútbol por la otra cadena; ahora también bodas en diferido los días de entresemana, mierda de país, qué cucas, qué cucas.
¡El siguiente...!
El siguiente soy yo, caldeado ya del todo. Saco la bolsa con las almejas. La pongo encima del mármol y miro a la pescadera a los ojos. Supongo que mi mirada hiela. Toma, niña, aquí están las almejas que me llevé ayer. ¿Y qué les pasa?, inquiere ella deshaciendo el nudo de la bolsa. Pues nada hija, le digo, si pasar no les pasa nada, pero que a lo que se vé me dejé aquí el cascanueces que debéis regalar con ellas, porque en la bolsa no viene.
La pescadera suelta una risita putesca y me lanza una mirada muy picarona a los pelos del escote, que yo tengo castaños y muy rizados; me los mira con desvergüenza y me afirma que los clientes como yo siempre tienen la razón, que una almeja como debe de bien estar es abierta para poder meter la lengua con holgura y agarrar con mucho tacto el bichito entre los dientes, que debe de deshacerse en el paladar....
Y yo que tengo un espasmo de tos y me sonrojo, mira qué tonto, y la pido choquitos, sardinas no porque me dejan la cocina hecha un polvorín, y la pido un lenguado y me descuentas lo que me cobraste de las almejas, guapita de cara, que apañado vá tu marido con tanto bichito loco de almeja fresca que anda suelto por aquí. Esto último me lo callo. Todavía compro algo de verdura en casa Sole, algunas chucherías en el puesto de Juan, pastelitos para el desayuno de Rafa, dos tabletas de chocolate suizo para mí. Ya el padre de Sandra me anda esperando y nos marchamos juntos. Las doce menos cuarto ya, joder, ya vamos de carreras. ¿Un cigarrito? Venga. ¿Una cervecita? Venga también, vamos a echarla, total. Bebemos en silencio, ninguno toca el platito de las aceitunas...
Y hoy tenemos Boda, digo yo, por decir algo. Y el padre de Sandra sonríe, encoge un hombro, asiente levemente, mira al suelo. Es un hombre resignado, pero ignoro todavía lo que la vida le hizo primero, si cansarlo o si resignarlo. Sonríe como si un calambre o una embolia le hiciera torcer los labios, sin querer, sin saber o sin poner empeño. Qué hartura de bodas, insisto, ¿es que no se cansan? El padre de Sandra encoge ahora el otro hombro, sonríe. Le dejo pronto. Las doce y cinco. Pago yo. No, hombre. Pues paga tú.
Todavía brujuleo un rato, antes de arribar a casa. En la tienda de Rica compro el pan, dos barras, dos chuscos, seis molletes, los picos, la bolsa de regañá; y vamos, dame pan rallado, dame sal, dos latitas de mejillones, dos latitas de atún, una docena de huevos, colacao, una bandejita de esas con las seis palmeritas de chocolate, dame yogures blancos, dame natillas y flanes, arroz con leche no me des que me sale a mí muy bueno, dame canela y un paquete de arroz. Llevarse chucheos para casa, dice la Rica, que esta noche tenemos Boda. ¿Hoy tenemos Boda?, pregunta un tipo con unas patillas que parecen croasanes recién hechos, con el rostro desencajado por la impresión. Otro más. Y Rica se relame, aplaude satisfecha, es feliz: la Estefanía Fuentebrava con uno de Cádiz que está buénisimo, gorgorita, soñando ya seguramente con la hora de cerrar la tienda y repantigarse frente al televisor, para no coscarse en toda la larga tarde. Así sea.
Al Ciruela, de paso, le compro perejil, dos limones, dos zanahorias para mi niño, mi Rafa, que gasta lentes del grosor de dos cazuelas de barro, qué lástima, con lo pequeño que es aún; y un coco, y una lechuga que me encalomo debajo del brazo porque en el carro ya no me cabe nada más. Trastabilleo como un tuareg envuelto en celofán azul. Me vuelvo. Asomo la cabeza a la imprenta, ¡que si están encuadernados ya los fascículos de algo que había de encuadernarse!, que no, pues mañana me paso. En la ferretería compro un tubo fluorescente para el cuarto de baño, que se me orina el personal por la tabla y los aledaños de la tapadera, que no es el tubo que eso va a ser del cebador, arrea, dame un tubo y dame un cebador no vaya a ser que al final demos dos viajes. La ferretera quiere explicarme cómo hay que colocar el tubo, se explaya melosa en consejos que no le pido y se arrima y me roza y me atisba por entre los botones de la camisa, ocho euros cincuenta, huyo raudo, todas pensando las veinticuatro horas del día en lo mismo, salidas, el cebador lo meto en la cartera y el tubo fluorescente me lo encajo en el otro brazo. Al quiosco ya, a por el tabaco, rubio ligh americano para mí, negro canario para Angela, y el Bodas'life, y la Liga Universal, para nada, que después ni la leo, siempre digo después a la tarde le echo un vistazo pero no, nunca puede ser. ¿No se me olvida nada?
Vuelvo a casa, cabizbajo, con un zancajeo incierto y torpe, dándole vueltas a la cabeza. Algo se te olvida, Julio. La una ya. En las escaleras me cruzo con Juan, el de Conchita. Estás echando barriga, tío, ¿eh?, me dice socarrón. Y tu puta madre también, me callo yo. Pues no será porque no sudo, Juan, le contesto, que mira cómo vengo. Y tiro del carrito escaleras arriba, resoplando celestialmente. Pues yo te veo más gordito, insiste. Adios, Juan, anda, adios.... le sonrío y lo miro irse, mira quién va a venir a hablar, él, precisamente él, zaborro, morcilloso, atortugado que se relame hasta del aire que sopla, que tiene un culo que es la carcasa de una tómbola, ¿gordo yo? Gordo tú, cabrón, no yo. Es él, y no yo, el que pidió hace tres meses a teletienda el artefacto de los abdominales, el "changerfisic-esport" o como quiera que se llame, que ví el camión sin querer desde la ventana de la cocina y fueron y llamaron a su puerta; desde el patinillo lo oí sin querer, el "changerfisic-sport-man" ese, para la barriga, para el culo y para el cuello, que falta le hace a él y a sus cinco críos, que parecen sacados de antiguas postales de Adena.
A veces no sé cómo no reviento.
Hoy puchero.
Los garbanzos los tengo desde anoche en remojo. Hago la cama de los niños. Rafa, la verdad, no miento, se hace la suya nada más levantarse. Les recojo el dormitorio un poco, un dado, una pistola de júpiter por lo menos, unos calzoncillos de muñeco, un cubo con piezas de colores. Me meto en las babuchas, me cuelgo el delantal, muy lindo por cierto, a rayas blancas y azules, con un tenedor dibujado en un bolsillo y un puro cubano en el otro. Monto en la escoba y jineteo por los dormitorios, por el pasillo, por la salita y por el comedor, poseído de no sé qué espíritu desinfectador. A bayetazo limpio me abro paso de una punta hasta la otra de la casa. Pareciera que disfruto. Y eso que es un pisito pequeño. Y eso que somos cuatro gatos. Y eso que llaman a la puerta. Llaman a la puerta muy flojito, así, tó-tó-tó....Tó-tó.
Ese es Fernando. Abro la puerta.
Es Fernando, el vecino de al lado. Trae una sonrisita de complicidad en los labios. ¿Tendré, por casualidad, una mijita de tomillo? Por casualidad no, Fernando, porque lo compro. Es en realidad, lo suyo, una excusa como otra cualquiera. Un día es la sal, otro el perejil, otro que si medio limón, yo lo sé, yo lo conozco, sólo aspira, pobre hombre, a colarse y hablar un poco, partir en dos grandes trozos su inconmensurable, eterno aburrimiento.
Fernando está solo, no tiene hijos, ni siquiera un canario o una tortuga que me lo entretengan, vive con una mujer que se pasa los días y las noches fuera de casa, dándosela con un cabroncete de Antequera, todos lo sospechamos, todos los hombres del bloque lo sabemos, en fin. Èl no se preocupa de silenciarlo. Sus confidencias personales se diferencian de un parte radiado en que él las vá depositando pacientemente en los oidos de quien le escucha, de uno en uno pero a todos, aunque asegure que "esto nada más que te lo cuento a tí".
Tengo tomillo, sí, Fernando, me queda tomillo.
Él me sigue a la cocina sin que yo lo invite a pasar, que minucias semejantes a este hombre no le arredran el ánimo. ¿Sabes lo de Enrique?, me pregunta, Enrique el de las uñas, en un susurrito destemplado y menesteroso. Empieza la tocata y fuga en do menor, me digo mientras echo un vistazo al reloj de la pared. Lo de fuga es un deseo íntimo, con el que habré de batallar cada dos por tres. Desembucha, Fernando, desembucha te vayas a atorar. Pues que su mujer se ha quedado sin trabajo, la Encarna, la de la ceja. La han despedido. ¡Y no tiene paro ni ayuda familiar! Con los tres niños pequeños, los de los flequillos. La vida, Fernando, la vida, hijo. Y me lo voy llevando hasta el descansillo de las escaleras, donde lo deposito gentilmente.
A las dos menos cinco ya estoy de nuevo a la puerta del colegio. Rafa es el primero que sale, la mochila a las volandas, discerniendo quizás la altura que alcanzaría si atinara a darle una coz sin depender de las gafas. Mi Rafa corre como una mona miope y me salta al cuello en cuanto logra distinguirme entre la caterva de padres, con cuidado que me caes, chiquillo, no seas burro. La niña hace su aparición triunfante a los diez minutos, sin prisas, con todo el sosiego del mundo, arracimada esta vez a cinco zangones que hacen equilibrios estresantes sobre botas de astronauta, cinco nada menos, mira qué bien. Es bonita mi Tere. A pesar de los granos que la escarpan la cara, es bonita. Y comienza a darse cuenta, comienza ya a saberlo. Y sabe, aunque parezca que lo ignora, sabe de sobras que ellos lo saben también... Es bonita mi Tere y yo me siento, hay que ver, un poco más viejo.
Cuando llegamos a casa, dejan el matatolaje colegial en cualquier sitio, donde la gravedad lo deposita; se derrumban en el sofá como si dos bolas de goma perdidas en una redada policial les hubiesen alcanzado mortalmente por allá por la mitad del cráneo; la niña enchufa y picotea de la tele. El niño hojea la Liga Universal.
-- Rafa, hijo, ¿ayudas a papá? -le recrimino , desde la cocina.
-- ¡Que te ayude Tere! -rezonga él, desde el sofá.
-- ¡Tere es una mujer! ¡Anda, ven!
No es mal chico. Es la edad. Se lleva al dormitorio las dos mochilas alpineras, pone la mesa, me saca un fregado aunque las burbujas que suelta el lavavajillas concentrado lleguen a acorralarlo contra el rincón del frigorífico, mientras yo barro el patio y el puchero se calienta. A las dos y media, y cuando los garbanzos están aporreando la tapadera de la olla, más o menos, suena la llave en la puerta. Es Angela. Los niños saltan al cuello de su madre, alborozados y locos como los garbanzos. Angela también deja el maletín de su ordenador en cualquier sitio, donde cae, pero Rafa se encarga de recogérselo.
Angela entra en la cocina, desanudándose la camisa y arrascándose con un dedo por debajo de un pezón, como si le picara. Me rescata la cabeza de una nube de vapor, me besa, me pellizca el trasero, se asoma a la olla, se sonríe...
-- Muy descotado andas -susurra, propinando un tironcito al moño de pelo castaño y rizado que me asoma bajo la nuez.
-- Estoy en casa, cielo -contesto, besándola.
Se vá al baño. Se ducha. La oigo gritar que el agua sale fría, que no hay toallas, que no encuentra el gel, que ya lo ha encontrado pero que no parece ser el suyo, que el champú se ha acabado, que una horquilla está dilatada por efecto de la humedad, que le mande unas bragas limpias... Envío a Rafa en su auxilio, antes de que pueda aparecer su cadáver descompuesto sobre la tapa del retrete. Angela, sana y salva, vuelve a asomar por la cocina a los doce minutos, enfundada en la bata, sembrada en unas babuchas de tercipelo azul, el pelo chorreando y bienoliente... Hurga en el frigorífico, ¡picotas hostias!, exclama, y se hace con un puñado en la palma de la mano.
-- No veo cervezas -comenta.
-- Riojita te he traído - la miro de reojo- Y del bueno.
Aguardo un beso que no llega.
-- Vienen unas amigas esta noche. A ver la Boda. Por eso te lo digo. Alguna cerveza habrá de haber, eh.
-- ¿Hoy hay Boda? -me hago el nuevo, poniendo cara de desconcierto.
-- Estefanía Fuentebrava y el Pimiento de Cádiz, tócate la teta -dice arrebolada, extática, frotándose las manos y ametrallando el cubo de la basura con una ráfaga de huesos de picota- ¡Y en el pueblo de ella...! Aunque en diferido, sabes. Uuuuuuh, Boda de las buenas.
La miro, no sé si embobado como cuando se mira un cuadro o idiotizado como cuando no sabes qué carajo andas mirando.
En diferido, viniendo de los labios de Angela, quiere más o menos decir que la Boda podría muy bien importarle una mierda, pero que en verdad ni debe ni puede ni quiere perdérsela, porque a ver si no de qué chochos hablamos mañana en el trabajo. Y me lo refiere encima así, muy parca, muy dulce, muy sin complejos, oye. Lo que me importa a mí si es en directo o es en diferida. Como si el ser en diferida fuera un atenuante, como si ser en diferida fuera a quitarme a mí de pasarme toda la tarde noche en la cocina, cortando taquitos de queso, pelando papas para las tortillas, vistiendo platitos con rodajitas de mortadela y de jamón york, recogiendo y llenando vasos, yendo y viniendo, desplatillando botellines de cerveza y vaciando ceniceros, de la cocina al comedor y vuelta la cabalgada del comedor a la cocina, a quién lleno, qué os falta, qué más queréis.... todo ello con la más ancha de mis sonrisas.
Callo.
Almorzamos.
Angela escucha el televisor, los niños se lanzan migas de pan a la cabeza, vengo y voy, que si traigo la sal, que si más servilletas, que me llevo el vino, que viene el segundo, agua se pide antes; y de vez en cuando puedo alcanzar dos cucharadas seguidas que llevarme a la boca, oteo, pico de aquí y pico por allá.
-- No me empieces ya a apartar a un lado los garbanzos, Tere, que te estoy viendo - recrimino a la niña.
-- Están duros y a Rafa no le has echado tantos, papá -argumenta la niña, metiendo media nariz en el plato de su hermano.
-- ¡Mennnnntiiiiiraaaaaa! -grita Rafa, empujando a su hermana.
-- ¡Verrrrrrrrrrrdaaaaad! -replica Tere.
-- ¡Mentiraaa!- remata Rafa, apuntalándose las gafas por la nariz.
Tomo la mano de Tere y la miro a los ojos.
-- A Rafa no le quedan garbanzos porque ya se los ha comido. Conque empieza tú con los tuyos.
-- ¡ Prrrfghh! -hace Rafa, sin mirar a nadie en particular, bajándose las gafas de la frente.
-- ¡Pero están duros! ¡Duros, papá! -resopla Tere.
Ahora me exalto:
-- ¡Y un carajo van a estar duros los garbanzos!
-- ¡Julio, virgen santa! -se rebota Angela-. ¡Esa boca!
-- ¡Rafasapo, Rafasapo! -relincha la niña.
-- ¡La última vez que le dices a tu hermano sapo! -grito.
-- ¡Tiene tetas, tiene tetas! -grita Rafa- ¡Tere tiene tetas!
-- ¡Sapo, sapo, sapo, sapo!
-- ¡Tetas como las vacas! ¡Tienes tetas!
A estas alturas reviento.
-- ¡Tere! ¿Quieres hacerme el favor de comerte los garbanzos ya? ¿Quieres o no quieres? ¿Quieres?
Tere arremete con una cucharada de garbanzos, traga, erupta, suspira y dos lágrimas le empañan los ojos. Mocos como flanes de huevo hacen pompitas en la punta de su nariz.
-- ¡Santa virgen! -grita Angela, estampando la servilleta contra el plato, parca como siempre en vocabulario- ¡Pero es que no se puede comer en silencio en esta puta casa? ¿Nunca?
Silencio.
Silencio. Los niños callan. Agachan la cabeza en sus platos y miran de reojos. Mas hoy el silencio dura el tiempo que yo quiero. Porque yo, hoy, no me callo. Hoy no. ¿Hoy? No. ¿Por què habría de callarme?
-- Nunca puede almorzarse sin ruídos y sin trifulcas en esta casa. Nunca. Claro que eso lo sé yo mucho mejor que tu.
Angela no es que se atragante, precisamente, pero si se hubiera atragantado me hubiera demostrado un algo de algo, un sentimiento al menos, aunque fuera abstracto.
-- ¿Insinuas algo? -me dice, primero alzando la copa de Rioja y después mirándome sobre el cristal, antes de beber.
-- ¿Yo? Nada, mujer. Nada, por supuesto. ¿De qué iba yo a insinuarte nada, cariño?
Y me callo solemnemente.
Estalla una carcajada y la barbilla de Angela apunta al techo, con tanta prepotencia y tanta fuerza que me hace buscar, institivamente, un cojín que encasquetarle bajo la séptima vértebra cervical. Un día hice un curso de esos. Sonríe. Noto cómo se me queda mirando, de una manera muy desagradable. Presiento que me sonrojo, pero tengo barba de tres días y el rubor no trasciende:
-- Dime -la miro.
-- Me andarás echando en cara las veces que no vengo a comer a casa, supongo. Te conozco, Julio.
Me sonrío y agito la cabeza, mientras me paso una servilleta por los labios.
¿Yo? Já. Anda mujer, qué cosas tienes. Comamos.
-- Qué más quisiera yo que comer cada día en mi casa -añade ella, jugando con la copa entre los dedos. Y es el caso que ella misma se lo cree.
-- Tanto y tanto trabajo, ¿verdad, cariño?
Angela asiente. Sin dejar de trepanarme la cabeza con su mirada fría.
-- Demasiado trabajo -arguye.- Más del que imaginas.
Asiento yo, con media risita, no puedo evitarlo, dándole un pellizco al bollo y apartando a un lado del plato una hojita de laurel, intrascendente mas saporífera como un pellizco en una rodilla.
-- De todas maneras, cielo -digo- reconocerás que no deja de ser una extraordinaria suerte que los días que puedes escaparte a almorzar a tu casa... sean precisamente los días que ponen Boda por la tele, aunque sean diferidas. ¿El Pimiento de Jerez, era hoy...?
Ya está. Lo he soltado. Ahora, a agarrarse bien. Porque Angela suelta una gran carcajada, una risotada fea que me duele por detrás de las tripas.
-- ¡Acabáramos! ¿Era eso? ¿Es la Boda lo que te mata, Julio? Si ya notaba yo que algo te pasaba, criatura, desde que te comenté hace un rato lo de las cervezas.
-- No me pasa nada, te lo aseguro. Compré Rioja.
-- Lo que más te enrabia es que vengan mis amigas, ¿a que sí?
-- No me enrabia ni me deja de enrabiar nada. De hecho, compré Rioja, mi amor.
-- ¿Es que me molesto yo cuando te pasas las horas en casa de Baltasar, el del cuarto, hablando de tonterías?
-- ¿Yo? ¿Con Baltasar? -no me lo puedo creer- Compré Rioja y...
-- ¿O cuando viene Fernando y os metéis en la cocina a rajar por los codos?
-- ¿Yo? ¿Con Fernando?
-- ¿Te digo yo algo porque te pases las mañanas en la cafetería nueva? ¿O porque te vayas a la plaza con el padre ese de la niña esa y os metáis después en la bodeguita aquélla?
Golpeo con el bollo sobre la mesa.
-- ¡En la cafetería no estoy más que el tiempo de desayunar! Y en la bodeguita...
-- Cállate la boca entonces, hombre. Respeta, cojones. Me paso cada día doce horas fuera de mi casa, para vestiros y daros de comer. ¿Vas a tener el valor de echarme en cara que vea una Boda con mis amigas?
-- ¡Yo nunca...! ¡Mira...!
-- Calla entonces. Cállate y deja escuchar las noticias. Tengamos el almuerzo en paz, Julio. Hazme el favor.
Las lágrimas anegan mis ojos. Siempre me pasa lo mismo; pienso que aguantaré, que guardo resuello suficiente para soportar su embite, pero estas estúpidas lágrimas vienen siempre cuando nadie las ha llamado ni nadie las necesita. La faz de Angela se me torna borrosa, distante. Miro a mis hijos, que inclinan la cabeza. Siento un nudo en la garganta y arrastro hacia atrás la silla. Una cuchara cae al suelo; me levanto, tropiezo y corro al dormitorio. Un portazo pretende ser un punto y final.
Me arrojo sobre la cama y enjuago con silencio este llanto, las lágrimas que rindo a la incomprensión, al desconsuelo amargo de la soledad en compañía, a la impotencia triste de una ira que cuando aflora he de atajar: a la duda acerba del desamor.
La puerta se entorna y entra alguien, sigilosamente. Miro por debajo del codo. Es mi Rafa, mi niño, que ve llorar a su padre y se marcha. Viene después Tere, mi niña linda, me abraza, me da un beso donde pueden alcanzarme sus labios: me he comido todos los garbanzos, papá; no estaban tan duros, me dice.
A los pocos minutos, entra Angela. Toma asiento a mi vera, sin apenas mover la cama.
-- ¡No me toques! -grito.
-- No te he tocado, Julio -dice ella.
Gimo.
-- Perdóname, por favor -murmura.
Gimo más alto, aunque la funda de la almohada aferrada entre los dientes apague mis lamentos.
-- Siento haberte hablado así, de verdad -susurra ella, pasando una mano arriba y abajo de mi espalda.
-- ¡Que no me toques!
Retira la mano.
-- Eres muy cruel, Angela -la recrimino, sorbiéndome los mocos.
-- No me digas eso, Julio. Tú sabes que te quiero; que a veces el genio que tengo, me pierde. Pero te quiero.
Hipé, desembosqué la cabeza, me sequé con un brazo la barba húmeda. Busqué pañolillos de papel en un cajón de la mesilla.
-- Me dices cosas muy groseras, Angela. Yo no te doy motivos. ¿Qué es lo que te he dicho, a ver? Que me gusta que almuerces en casa, ¿te molesta que te confiese algo así? Y compré Rioja que sé... que sé...
Ella calla, sacude la cabeza, aferra mi mano.
-- No te das cuenta, Angela, de que me paso todo el día solo, deseando que vuelvas, preparándolo todo para que lo encontréis todo a vuestro gusto. Ni siquiera me has dicho nada de las picotas que te he comprado, ni de la botella de Rioja, que me ha costado un huevo. Ni de la tableta de chocolate suizo.
-- Perdóname, Julio. Soy una grosera. No mereces estos desmanes, bien lo sé. Bien lo sé yo, mi vida...
Angela me besa los párpados. Me estrecha en sus brazos.
-- Te quiero, Angela; te quiero mucho -lloro ahora en su hombro- Pero eres tan, tan...
Ella corre mis párpados con dos dedos, mientras se levanta. Se dirige a la puerta, la cierra y echa el pestillo.
Vuelve para besar mis ojos húmedos. Besa la piel rasposa de mi cara, me besa en los labios, en un hombro, en el cuello, mientras esos mismos dedos corretean por mi cuerpo, impacientes o arrebatados. Me baja las tirantas del delantal, desabotona a mordiscos torpes mi camisa a cuadros, hm... Y yo me dejo llevar, enloquecido, tendido y extendido sobre la cama. Ella salta sobre mi cuerpo, a horcajadas. Hurga y rehurga y me hace el amor con sabia dulzura y sin embargo, como viene ocurriendo últimamente, con justa precisión, con movimientos medidos, como quien se pone un supositorio para superar un catarro pasajero. Todo acaba en unos minutos. Angela se echa a mi lado, enciende un cigarrillo, lanza volutas trémulas contra la lamparita del techo. Mujeres, pienso... Afuera, Rafa empieza a llorar, Tere ríe, me lo enrabia.
Angela fuma con la mirada perdida, silente y reconcentrada...
Y yo me acurruco entre sus pechos, disimulando con tristeza mi erección impávida.