Se produce un temblor, le sigue una gran sacudida y los techos se desmoronan, entonces llega el pánico. Los habitantes huyen despavoridos cuando una enorme mano irrumpe en las despensas; en pocos segundos las galerías subterráneas acaban destrozadas por las falanges de un dios desesperado. La población corre en todas direcciones. Si ellas pudiesen chillar, lo harían. A su modo, emitiendo feromonas, las hormigas gritan silenciosamente. A golpe de pico y pala, los habitantes de el Sahel, en el cuerno de áfrica, necesitan el poco grano acumulado en los hormigueros para matar el hambre. Las escalofriantes imágenes se emitían hoy.
Cuando no se puede caer más bajo, más allá de la árida tierra, hay que hundirse en el subsuelo.
112.000 millones de euros fue la cantidad estimada, en el 2009, del coste de la obesidad sólo en EEUU incluyendo prevención, diagnosis y tratamiento.
23.000 millones de euros, según la FAO, sería el coste anual de programas de agricultura para acabar con el hambre en todo el planeta.
Con el dinero tirado en un único país por una enfermedad, en la mayoría de los casos, escogida, se podría acabar con el hambre en el mundo cuatro veces y media. Aquí no hay industrias armamentísticas, corporaciones ni políticos en los que escudarse. Somos nosotros, los sobrealimentados ignorantes, los que estamos al otro extremo de la balanza de los sobreignorados hambrientos.
¿Lo solucionamos de alguna forma, o ponemos extra de queso, para cubrir de colesterol la conciencia? ¿Puede ser la agricultura ecológica parte de la solución?