Quienes somos republicanos pero a la vez monárquicos empíricos llevamos desde el 20 de diciembre ratificando la segunda parte de esta confesión al demostrarse nuevamente que el rey no es un problema para los españoles, sino una solución.
Las elecciones dieron unos resultados que se interpretaron de dos maneras diferentes, la reformista y la rupturista.
La primera proponía crear una alianza entre los partidos constitucionalistas, PP, Ciudadanos y PSOE, que pudiera reformar y perfeccionar la Constitución y las leyes para modernizarlas y facilitar la vigilancia y la persecución de la corrupción que ha empañado décadas de éxito democrático.
La segunda quería la ruptura de la Constitución que ha facilitado ese éxito, y eliminar dos ingredientes básicos para la convivencia: la cohesión territorial, y la continuidad de la jefatura del Estado, que ha evitado discretamente numerosos desastres, además del tejerazo, y le ha dado prestigio en el exterior al país, como otras monarquías a los suyos.
En estos últimos cuatro meses hemos visto hasta dónde podían llegar nuestros políticos. Poca gente señalaría a un digno presidente de la república capaz de trabajar para el país, en el interior y el exterior, pensando en las próximas generaciones, y no en las próximas elecciones.
Ni siquiera el presidente del Parlamento, Patxi López, que correspondería hoy al de una república al ser el electo por todos, personaje bastante tosco y una única carrera, la política, actuó con neutralidad en estos meses: fue una muleta de su PSOE.
Si no llega a ser por la prudencia y la ecuanimidad del sobradamente preparado –48 años de instrucción-- Felipe VI, habría que temer por el futuro de España, por ejemplo, acosada por separatistas a los que son permeables parte de los débiles socialistas catalanes, una base precaria del constitucionalismo.
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SALAS