Revista Filosofía

La solución está en la mezcla: entre el autoritarismo y el libertinaje

Por David Porcel
Imaginemos que a los políticos de turno se les ocurriera, siguiendo la idea de David Welch, idear un sistema educativo armado con estrictos controles de calidad que recayeran no sólo en los programas y recursos educativos, sino, fundamentalmente, en los profesores. Y, puestos a imaginar, supongamos que existiera la tecnología necesaria para ejercer dicho control sobre la labor educadora de sus agentes. Por ejemplo, los profesores no sólo ficharían para entrar en los institutos, sino que irían provistos de poderosos sistemas injertados de máquinas moleculares capaces de controlar lo que dicen o dejan de decir durante sus clases. Un superordenador central captaría simultáneamente y a tiempo real la información procedente de aquellos robots liliputienses e iría evaluando a los docentes en virtud de la "calidad" de sus exposiciones o pensamientos, y de acuerdo con estándares de calidad previamente fijados por la clase política o cierta comunidad educativa cuidadosamente elegida. Sólo aquellos profesores que superaran dichos controles podrían renovar sus contratos periódicamente. Sin embargo, aquellos que no los superaran, por su incompetencia, desidia o desinterés, serían inmediatamente expulsados del sistema educativo. Naturalmente, dicho computador también tendría en cuenta en el proceso evaluador el potencial cognitivo de los alumnos, de manera que la variable del contexto cultural y social de los pupilos no serviría de excusa a una mala labor. La educación, en definitiva, consistiría en un elaborado sistema de gestión y control de recursos.
Como es obvio, los profesores, para mantener su puesto de trabajo, por motivos de mera supervivencia, acabarían por amoldarse a aquellos estándares de calidad y centrarían sus esfuerzos en reproducir los conocimientos que mejor respuesta obtuvieran. El sistema tendería a la uniformización de la enseñanza y al pensamiento único. A nadie se le ocurriría apartarse de aquellos conocimientos que se consideraran operativos o positivos para el sistema, y menos cuestionar los fines para los que se encaminara el sistema en su conjunto. Inevitablemente, el profesor acabaría supeditando su labor a lo que se exigiera de él, renunciando a ensayar nuevas propuestas de metodología o de selección de contenidos. En definitiva, la libertad del profesor se reduciría a su mínima expresión.
Pero ahora supongamos el caso contrario. Imaginemos que se apuesta por un sistema educativo basado en la libertad plena del docente, de manera que éste pueda decidir no sólo los contenidos a impartir, sino también los fines de la educación y la metodología a utilizar. Habría tantas metodologías y diversidad de contenidos como concepciones de la educación: para algunos profesores el fin de la educación estaría encaminado a atener las necesidades sociales del momento, otros defenderían que, por encima de todo, habría que acrecentar la curiosidad en los alumnos, habría también quienes basarían su enseñanza en la construcción de valores....  La tendencia de dicho sistema conduciría inevitablemente a una diversidad cuasi infinita y multiforme de conceptos, métodos y fines.
En un sistema como éste, sin apenas controles que sujetaran la labor docente, proliferarían, como es obvio, todos aquellos vicios humanos enraizados en la naturaleza humana. Los institutos se llenarían de profesores vagos, desinteresados, negligentes...; y con ello los alumnos acabarían siendo víctimas de la propia naturaleza humana. Asimismo, éstos optarían por cursar aquellas asignaturas cuyos profesores fueran más benévolos y rehuirían de aquéllas impartidas por los docentes más exigentes. Al no existir controles que regularan o evaluaran el seguimiento de los itinerarios educativos, los alumnos perderían la visión del conjunto y sus mentes acabarían amasando una amalgama confusa y caótica de conocimientos.
Por tanto, parece claro que un exceso de autoritarismo puede ser tan pernicioso como un exceso de libertinaje. Si los elementos puros han demostrado ser dañinos, habrá que mezclarlos para encontrar la solución ventajosa. La solución, en efecto, tiene que estar en la mezcla. Aristóteles ya lo vio en su búsqueda del término medio, que la aplicó no sólo a la educación sino también a la vida (y no debió de irle mal pues acabó siendo el maestro oficial de Alejandro Magno) ¿Pero qué principio debe regir dicha mezcla?, ¿cuánta cantidad ponemos de cada elemento y en base a qué medida? Siguiendo un principio elemental de la química, podríamos añadir la cantidad de elemento suficiente para que se active el otro elemento, pero sin que éste acabe desapareciendo o predominando sobre aquél. Si introducimos un exceso de autoritarismo, la libertad acabará disolviéndose, pero si apenas hay autoritarismo, el libertinaje terminará predominando. De ahí que la medida de autoritarismo debe ser la precisa para que, en respuesta o como reacción a él, aparezca una dosis razonable de libertad, de forma que, a su vez, ésta propicie la reacción necesaria de control y autoridad para contrarrestarla.
Si ya lo decía el viejo Heráclito: la vida es tensión, lucha de opuestos, y sólo porque existe esta tensión puede fluir la vida.

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