A Estela no le podían haber puesto mejor nombre. Era una estrella. Ella siempre repetía lo mismo al comienzo de cada actuación, pero la realidad era bien distinta. Estela se arrastraba junto a un pequeño grupo de feriantes de ciudad en ciudad.
Aquella noche era, sin embargo, buena. Disponía de camerino propio y no tenía que maquillarse en su triste caravana. Allí se encontraba, sentada delante de un espejo lleno de suciedad con bombillas a los laterales, la mayoría fundidas. El camerino era pequeño y el suelo de madera estaba erosionado por la carcoma. Enormes bultos de ropa apilada en las esquinas y un biombo victoriano a su espalda, al lado de la puerta.
Estela bebía tranquilamente whisky barato mientras se maquillaba. El vaso se confundía entre la enorme cantidad de potingues que utilizaba y en cierto modo, era uno más. Se miraba al espejo e insultaba su propio rostro por hacer que cada vez hubiera más y más profundas arrugas.
A pesar de todo, Estela recibía cierto número de cartas de admiradores y fans, la mayoría de contenido severamente obsceno. Entre trago y trago, la mujer leía atentamente una carta, esta era diferente: Era una amenaza de muerte y estaba firmada por “La sombra”. También recibía algunas así, pero habitualmente no les prestaba atención. Sin embargo, como se encontraba de buen humor se entretuvo leyéndola.
Cuando terminó hizo una bola con ella y la tiró a una papelera que estaba a rebosar. Terminó de maquillarse y se quedó mirando al infinito, a través del espejo que tenía delante, más allá de su cabello pelirrojo y sus enormes ojos negros. La mano con la que sujetaba el whisky temblaba levemente.
Unos golpes en la puerta sacaron a la mujer de su ensimismamiento. Un hombre vestido con un viejo frac descolorido se asomó para decirla que era su turno. Estela se levantó, colocó un cigarro en una larga boquilla negra y le pidió fuego al hombre. Se colocó una pomposa boa de plumas granates y salió del camerino contoneando las caderas, sin saber que aquella actuación sería la última de su vida.
Al cabo de varias horas, Estela volvió al camerino. El contoneo de cadera había sido sustituido por un andar vacilante y errático fruto de su estado de ebriedad. Se deshizo de los guantes modelo Rita Hayworth que llevaba dejándolos caer al suelo. Prácticamente a oscuras, iluminada únicamente con la pequeña luz anaranjada de las farolas de la calle que se filtraba por un ventanuco se desplomó sobre la silla en la cual antes se había maquillado.
Con los ojos entreabiertos, luchaba para servirse la enésima copa de la noche cuando de pronto se hizo la luz en el camerino. Estela se giró extrañada y con una mueca de miedo constató que algo se movía detrás del biombo.
Dos disparos amortiguados por un silenciador atravesaron el aire. Quietud. Estela bajó la mirada y observó que su vestido de lentejuelas verdes se tornaba en rojo oscuro en la zona del pecho. Volvió a levantar la vista y su último pensamiento fue que estaba siendo asesinada por la sombra tras el biombo.
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