Pedro Paricio Aucejo
La convivencia humana comporta comunicación por medio del lenguaje. Sin embargo, frente al aturdimiento de los cotilleos sin fronteras y las discusiones interminables que envuelven la realidad cotidiana del mundo actual, parece que –al menos como reacción higiénica ante tanta palabrería desaforada– lo primero que urge hacer es no hablar. Cuando se suprime el lastre de ruidos que gravan la vida, esta adquiere remansos de una emoción que solo el silencio puede otorgar. Con él se consigue la tranquilidad ambiental necesaria para acceder adecuadamente a nuestra íntima condición de buscadores de Dios.
También Santa Teresa de Jesús pasó por esta experiencia e hizo transitar por ella a quienes desearon seguir su particular camino de perfección. La monja abulense practicó inicialmente un silencio hecho de oscuridades y luces, ausencias y presencias, dolor y afanosa paz… Tuvo que acallar lo superficial, aparente y disperso de su personalidad con la verdad de su humildad, el desamparo de su soledad y la impotencia de su nada. Sin ese silencio no hubiera podido adentrarse en la toma de conciencia de sí misma, ni escuchar lo que emergía de su conocimiento propio. Él le permitió acceder a su interioridad e iluminarla, integrar todas sus dimensiones vitales y alcanzar la transformación personal. Fue un enmudecimiento necesario, pero solo instrumental y preparatorio respecto del sendero de silencio recorrido por la Santa en su definitivo encuentro con Dios.
Sin embargo, rastrear los pasos de la descalza castellana hasta descubrir el itinerario de silencio seguido en sus escritos –como advierte la carmelita misionera María José Mariño¹– no resulta tarea simple. Porque una vez superada la fase primera de algarabía de su yo, el silencio teresiano –interior, profundo, contemplativo, agradecido y admirado– representa en sí mismo un lenguaje particular de la experiencia de Dios. La dimensión de su silencio abre la posibilidad de que Dios irrumpa como revelación al corazón humano. Es el silencio radical de quien ha experimentado el vaciamiento de su propia voluntad para vivir solo por y para el Amado.
Después de percatarse de que sin Dios nada es, la persona descubre su capacidad de recepción y acogida de Dios, de pura posibilidad del Todo (“[Dios] nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias. No nos cansemos nosotros de recibir”). Es el silencio que envuelve todo para comprenderlo desde el Señor y poder responderle, pues si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar. Y en el amor… se decide toda nuestra vida. Es el silencio hecho apertura, escucha y epifanía: palabra que brota desde la fuente de la Vida.
El mensaje espiritual de Teresa dirige nuestra mirada al Dios de la misericordia, permaneciendo entonces en el silencio de las metáforas y los símbolos, que, al fin y al cabo, son una suerte de mudez. Convencida de su papel de mediación, de receptora de una gracia singular para bien del prójimo, calla. Y en esta ausencia de palabras está la clave para comprender cuanto dice, la fuerza expresiva que nos conduce hasta los límites del misterio divino. Solo en el silencio se abre paso la Verdad de Dios. Solo entonces puede escucharse su eco. Solo en ese encuentro –interior y en gratuidad– se abocará a la comunión de intimidad con el Amado. Solo en ese estado se llegará, en último término, al silencio habitado: aquel que permite amar con el amor que Dios mismo nos regala, aquel que abraza al prójimo descubriendo en su rostro el de nuestro Salvador.
En definitiva, para María José Mariño, el silencio teresiano es una realidad buscada y descubierta. Aparece como camino necesario para que la escucha y acogida de la Palabra encarnada –del ´Libro vivo´ que es Cristo– se haga con la totalidad de la persona desde su más profundo centro: “En esta morada [interior, adonde está Dios en nuestra alma], solo Él y el alma se gozan con grandísimo silencio. No hay para qué bullir ni buscar nada el entendimiento, que el Señor que le crió le quiere sosegar aquí, y que por una resquicia pequeña mire lo que pasa” (7 Moradas 3,11). Ahí se conoce y se ama con la sabiduría del Silencio, que evoca la acción misteriosa del Espíritu. No otro puede ser el lenguaje divino respecto a sus criaturas, silencio que abraza con la sonoridad de la plena Presencia, silencio que –en las cimas de la experiencia mística– es exceso, comunicación personal en el Amor.
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¹Cf. MARIÑO, MARÍA JOSÉ, “Teresa de Jesús: palabra y silencio”, en Revista de Espiritualidad, Madrid, Carmelitas Descalzos de la Provincia Ibérica ´Santa Teresa de Jesús´ (España), 2014, vol. 73, núm. 292, pp. 347-371.
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