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La década de los sesenta, aquellos años sin computadores personales, sin teléfonos inteligentes, sin sondas explorando Marte. Con unos armatostes en blanco y negro en los que los avances que imaginaba la ciencia-ficción de la época parecían todavía más sorprendentes. En aquellos televisores sin mandos a distancia, sus aficionados pudieron emocionarse con aquella mítica locución inicial del comandante Kirk , que les llevaba al otro confín de la galaxia en busca del conocimiento, explorando la última frontera de la Humanidad.Star Trek fue concebida como un serial, pero logró transcender su concepción original y convertirse en una obra de culto: por primera vez una serie de TV tenía como eje fundamental una expedición científica, cuyo objetivo era la búsqueda del conocimiento en lugar de conquistas militares. Por primera vez, una mujer ocupaba un puesto de oficial en el puente de mando de dicha expedición. Por primera vez, el resto de la tripulación que la acompañaba estaba formada por individuos escogidos por motivos que no tenían nada que ver con su sexo o raza, color, forma o tamaño. Además, fue de las primeras series de televisión en cuyos guiones participaron importantes escritores de ciencia-ficción del momento.
Este contexto en el que surgió Star Trek tenía unas características especiales que hasta el momento, no se han vuelto a dar: una convulsa época cargada de cambios sociales y logros tecnológicos cuya sociedad, a pesar de las tensiones políticas entre grandes potencias, miraba al futuro con optimismo. La serie creada por Gene Roddenberry era hija de una época de tecnología incipiente y estética «kistch» que la definió visualmente, pero al mismo tiempo, no se puede hablar de aquella década sin mencionar a esta serie televisiva. De alguna manera, ambas se influyeron mutuamente.
Se dice que Star Trek se inspiró en el concepto de frontera y «lejano oeste» característico de la cultura norteamericana, pero es difícil explicar toda la serie con tan solo esta idea. Es inevitable suponer que para dotarla de suficiente consistencia se recurriese a la literatura de ciencia-ficción de la reciente época dorada. Una de esas obras pudo ser El viaje del Beagle Espacial (Alfred. B. van Vogt, 1950), donde una tripulación multidisciplinar viaja a bordo de una magnífica astronave a través del cosmos, en una misión que durará varios años y con el objeto de avanzar en el conocimiento. El parecido es evidente.
En la obra de van Vogt se especula imaginando a la Especie Humana explorando el Cosmos y enfrentándose a los insondables misterios que —supuestamente— esconde. Para ello, se argumenta que será necesario utilizar nuevos paradigmas de conocimiento para comprenderlos. Salvo la ausencia de mujeres en la tripulación del Beagle Espacial —toda obra es hija de su tiempo— ambas obras comparten ese mismo mensaje que en el caso de Star Trek quedaba visualmente evidente clasificando a la tripulación por los colores de sus camisetas, integrando de esta manera a oficiales, ingenieros y científicos como un todo, trabajando en cooperación. De esta manera, todo en la serie tenía su justificación y explicación, por llamativo, exótico o pintoresco que pareciera. De hecho, se trataba precisamente de romper viejos prejuicios.
La escasez de presupuesto que la siempre reticente Paramount destinaba a la serie, y la precariedad tecnológica que contrastaba con las necesidades de efectos visuales de una serie avanzada a su tiempo, tuvieron como resultado unos escenarios de cartón piedra y escasez de escenas con efectos especiales, que hoy en día se ven muy pobres. Sin embargo, su visionado es soportable gracias a los buenos guiones y a la imaginación con la que se supo suplir la falta de recursos.
El resultado tal vez inesperado de este esfuerzo creativo fue el de la aparición en la pantalla de una serie de artilugios que han perdurado notablemente en el imaginario del género. Destaca sobre todos del «teletransportador» —artefacto que algunos lectores hispanos pudieron conocer gracias a Pascual Enguidanos— usado para evitarse las escenas de aterrizaje y despegue las cuales consumian gran parte del presupuesto. No sólo en la ficción, otros dispositivos que aparecen en la serie se diría que han sido inspiración para sus equivalentes de hoy en día: comunicadores y teléfonos móviles, memorias de almacenamiento y unidades USB, el «tricorder» y dispositivos telemétricos actuales. Incluso se pudo observar a un antecedente —lejano— de los Tablet.
Teniendo en cuenta que han pasado ya más de cuarenta y cinco años, en comparación con la tendencia estética en la ciencia-ficción del momento —trajes con hombreras sicodélicas y trompetillas en orejas o nariz—, se puede dar un aprobado al aspecto de la serie. Incluso el interior de la Enterprise ha sido recreado en series modernas, sin resultar demasiado anacrónico.
Star Trek representa a la ciencia-ficción clásica optimista de los 60 y 70. Una ciencia-ficción de futuros lejanos, en la que el público debía poner de su parte el sentido de la maravilla. Futuros diferentes a los inmediatos del postmodernismo que vendrían décadas después, cuyos efectos especiales dejan muy poco trabajo para la imaginación.
En definitiva, Star Trek fue una revolución en todos los sentidos. Generó un colectivo de aficionados que no se vería hasta el estreno ocho años después de la cancelación de la serie, con Star Wars. Las franquicias audiovisuales le deben su existencia a este fenómeno. Aunque William Shatner (James T. Kirk en la serie) intentaba convencer a los aficionados de que «¡es sólo una serie de TV!», la verdad es que era mucho más que eso.
La locución inicial cumplía la función de situar al espectador en situación, con una Enterprise surcando el espacio interestelar que en pocas ocasiones es se vería luego durante la serie, seguramente debido a limitaciones presupuestarias