Cuando el presidente Zapatero abandone su cargo y se retire, cobrando una suculenta pensión vitalicia del erario público, algo que ocurrirá, probablemente, dentro de un año, habrá dejado como herencia a los españoles dos enormes dramas: la ruina económica y la descomposición política.
La mayoría cree que la peor herencia de Zapatero es la económica, con un país que, por su culpa, ha acumulado una deuda extra de 341.000 millones de euros, lo que equivale a una deuda de 24.000 euros por contribuyente, pero en realidad la herencia más deplorable y peligrosa es la política, con un país desquiciado, con la política y la democracia desprestigiadas y con una situación en Cataluña que amenaza con quebrar cinco siglos de unidad nacional.
De toda su larga lista de errores dramáticos, quizás el peor haya sido haber apoyado e impulsado personalmente un Estatuto de Cataluña claramente soberanista, apetecido sólo por la voraz e insaciable clase política catalana, que, según las encuestas, era deseado únicamente por el 5 por ciento de los ciudadanos y que, cuando fue votado, ni siquiera acudió a las urnas el 50 por ciento del electorado.
Bajo Zapatero, España ha sufrido el mayor deterioro fiscal de los países desarrollados (OCDE) y no hay país en toda Europa que haya perdido más riqueza neta en menos tiempo que la España administrada por ese Zapatero que se niega a marcharse del poder.
Pero su herencia no se limita a dejarnos un país endeudado y desprestigiado a nivel mundial, sin credibilidad ante los mercados y con su futuro hipotecado, sino que existen más dramas heredados con el sello de ZP, el peor gobernante de España desde Fernando VII. Hay que adjudicarle, también, los casi cinco millones de parados, el desempleo juvenil más elevado de la Unión Europea, la caída generalizada de la decencia y de los valores, una corrupción que ínfecta a lo público y que desde ahí desciende y contamina a casi toda la sociedad y los lugares destacados que España ocupa en el ranking euroepeo de la ignominia: trata de blancas, prostitución, violencia de género, avance de la corrupción pública, tráfico y consumo de drogas, blanqueo de dinero, alcoholismo, absentismo laboral, crecimiento desproporcionado del Estado, avance de la pobreza, enchufismo, nepotismo, tráfico de influencias, despilfarro público, urbanismo salvaje y un largo etcétera que convierte a España en un país enfermo y del que conviene mantenerse alejado.
Pero es en el terreno de la política y la convivencia democrática donde los estragos del zapaterismo han sido más terribles: alianzas con nacionalismos extremos sin otro fin que mantenerse en el poder, aliento del soberanismo y de los deseos de independencia en Cataluña, Vascongadas, Galicia y hasta Baleares, desprestigio de los políticos, que ya figuran en las encuestas como tercer gran problema del país, deterioro de la democracia, desconfianza en el liderazgo y pérdida de prestigio y rechazo a las grandes instituciones del Estado, incluyendo a la Corona, que, aunque es la más valorada, también ha retrocedido en el aprecio ciudadano.
Nadie entiende cómo un dirigente de tan baja estofa, causante de daños tan enormes y profundos, pueda mantenerse en el poder sin que haya sido expulsado por millones de ciudadanos manifestándose en las calles y plazas de España.