Revista Psicología

La sumisión de la mente

Por Gonzalo


La trompeta había dado paso a un enorme volumen de ruido. Una voz excitada gritaba en la telepantalla, pero apenas había empezado fue ahogada por una espantosa algarabía en las calles. La noticia se había difundido como por arte de magia. Winston había oído lo bastante para saber que todo había sucedido como él lo había previsto: una inmensa armada, reunida secretamente, un golpe repentino a la retaguardia del enemigo, la flecha blanca destrozando la cola de la flecha negra. Entre el estruendo se destacaban trozos de frases triunfales: “Amplia maniobra estratégica… perfecta coordinación… tremenda derrota… medio millón de prisioneros… completa desmoralización… controlamos el Africa entera… la guerra se acerca a su final… victoria… la mayor victoria en la historia de la Humanidad. ¡Victoria, victoria, victoria!”.

Bajo la mesa, los pies de Winston hacían movimientos convulsivos. No se había movido del asiento, pero mentalmente estaba corriendo, corriendo a vertiginosa velocidad, se mezclaba con la multitud, gritaba hasta ensordecer. Volvió a mirar el retrato del Gran Hermano.

La sumisión de la mente

El Gran Hermano te vigila

¡Aquél era el coloso que dominaba el mundo! ¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las hordas asiáticas! Recordó que sólo hacía diez minutos -sí, diez minutos tan sólo- todavía se equivocaba su corazón al dudar si las noticias del frente serían de victoria o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército eurasiático lo que había perecido! Mucho había cambiado en él desde el primer día en el Ministerio del Amor, pero hasta ahora no se había producido la cicatrización final e indispensable, el cambio salvador. La voz de la pantalla seguía enumerando el botín, la matanza, los prisioneros, pero la gritería callejera había amainado un poco. Los camareros volvían a su trabajo. Uno de ellos acercó la botella de ginebra. Winston, sumergido en su feliz ensueño, no prestó atención mientras le llenaban el vaso. Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de regreso al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo en un proceso público, comprometiendo a todos. Marchaba por un claro pasillo con la sensación de andar al sol y un guardia armado lo seguía. La bala tan esperada penetraba por fin en su cerebro.

Contempló el enorme rostro. La había costado cuarenta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión! ¡Qué tozudez la suya exiliándose a  sí mismo de aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano.

Fuente: 1984 (Eric Blair, alias George Orwell)


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