El mes de diciembre nos estaba regalando unas tardes agradables. En ese letargo estaban mis pensamientos, mientras, remojaba las medialunas en el café con leche, que me había servido Graciela, la moza del Bar La Amistad.
Mirando la nada por la ventana y sumido en ese sopor casi estival. Al lado mío, como siempre, estaba Chiquito mascando, lentamente, el Dogui que le había servido Graciela. Hasta el Gran Danés estaba aletargado, como en sintonía conmigo.
“¿Cómo que te fuiste de viaje? ¿Qué mierda tenés en la cabeza?”, atronó un tipo sentado en la mesa, pegada a la otra ventana del bar. Todos nos dimos vuelta para mirarlo. Encima no podía pasar desapercibo.
Pelo canoso, algo largo con rulos. Barba frondosa y blanca. Una voz estentórea que atravesaba paredes. No se lo podía ignorar, más cuando puteaba en ese tono. Tanto que hasta Chiquito dejó de mordisquear su amado Dogui.
“¿Qué le pasa Don Noel?”, dijo Graciela. “Pasa que el pelotudo de Franco se fue de fin de semana, con la noviecita que tiene y se olvidó que tenemos que entregar los juguetes”, dijo más enojado que antes.
Realmente el tono de su voz se parecía a un bisonte enojado. A veces imagino cosas terribles. Esta era una de ellas en vivo y en directo, como decían en la tele hace muchos, pero muchos años.
“Ahora no solo me quedé sin trineo y sin reno, sino que tampoco tengo un vehículo para llevar los juguetes el 23 al Hospital de Niños”, ya más calmo y en un tono resignado Don Noel se confesó ante todos los parroquianos.
“¿Vos tenés la rural 404?”, dijo Graciela en voz alta y alertó a Don Noel. Yo le decía que no con la mirada. Pero no hubo caso, cuando arranca a hablar no hay forma de hacerla callar. No sabía dónde meterme, porque ya había quedado en evidencia.
“¿Pero vos no habías comprado hace poco un 404?”, me tiró como un dardo Don Noel. Mientras Don Manolo, el dueño del bar, miraba y escuchaba todo acodado en el mostrador de madera.
“Sí, pero tiene una Peugeot 404 Familiar, que era de su familia”, acotó Graciela, que ya tenía ganas de estrangular con la servilleta, que estaba estrujando en mi mano. Debía tener los nudillos blancos.
Un hilo de voz salió de mi boca para confirmar que tenía esa rural. Don Noel ya se había parado y enfilado para mi mesa. Cagué, fue lo primero que pensé. No hay vuelta atrás, decime cómo me niego a tipo que parece un armario con patas.
“Me llamo Eduardo Noel, y no es joda. Si querés te muestro mi DNI”, me atronó delante de mi cara y ya se había sentado frente a mí. No hay escapatoria posible. Ahora tengo que salir lo mejor posible de este embrollo. Pensaba mientras Don Noel terminaba de acomodar su humanidad en la silla, la cual crujió como un barco viejo.
En ese preciso momento sonó su celular. “¡Qué! ¡No puede ser! Bueno cuídense muchachos”, casi grito en mi cara. “Me ha meado un brontosaurio y no me di cuenta”, reflexionó Don Noel. Era un tipo apaleado. Un Goliat derrotado por una certera pedrada.
“¿Qué pasó Don Noel?”, dijo Graciela, esa a la quería acogotar. “Agustín y Alejo, los ayudantes míos, se pescaron el bicho”, dijo. Pensé por un instante a qué hacía referencia, para darme cuenta que eran víctimas de Don Covid.
“Están bien, pero tienen que estar aislados hasta que les den el alta. Para cuando se la den seguro es Reyes”, dijo más acongojado que antes. Ya no era enojo, era un hombre derrotado en menos de diez minutos. Lo que se dice un verdadero noqueo emocional.
“¿En qué puedo ayudarlo?”, dije y todavía no sé cómo salieron esas palabras de mi boca. Inmediatamente pensé, que mi iba a arrepentir el resto de mis días sobre la Tierra. Pero lo vi tan abatido que no quise golpearlo más.
Don Noel me miró y luego de un largo silencio me dijo que podía ser de gran ayuda. Al menos para llevarle los juguetes a esos pibes que estaban internados. “Pero me sigue faltando el trineo, el reno y los ayudantes”, dijo mientras una chispa le iluminó los ojos.
Temí lo peor. Y claro, no estaba equivocado. No sé si porque quería estirar las piernas, o salía a mear al árbol de la esquina, Chiquito, dejó de mascar el Dogui, y se paró. “¡Es un pequeño pony tu perrito!”, me dijo casi en una carcajada.
Se golpeó la frente y me lanzó otro grito, “¡Tenemos al reno!”, dijo señalando a Chiquito, que con paso cansino enfiló para el árbol de la esquina. Iba a mear, no había dudas. “¿Al reno?”, mascullé sin comprender las palabras de Eduardo.
“¿Podrá tu mastodonte tirar de un carrito que tengo? Me tiene que llevar encima, para que parezca que Papá Noel llega al hospital”. Luego de escuchar las palabras de Don Noel quise pellizcarme. Porque pensé que era un mal sueño, que todavía no se había convertido en pesadilla. Pero prometía, y mucho.
El estupor me duró unos segundos más. Hasta que comprendí a dónde apuntaba Eduardo. “¡Tengo un remerón que es justo el color de un reno!”, acotó Graciela, que seguía sumando puntos en mi odiómetro interno.
Y era lógico lo que planteaba, ya que no conocía renos de color blanco con manchas negras. Si los había los desconocía por completo, y no me iba a poner a investigar. Ahora quería salir lo mejor parado de este embrollo.
Pero dos días más tarde, Eduardo, nos tenía más sorpresas. Cuando llegamos a su casa, con Graciela, que se sumó como ayudante, nos esperaba con dos trajes verdes con vivos rojos. El uniforme que usaríamos para nuestros roles de ayudantes.
Hasta gorro teníamos. Esperaba que nadie tomara fotos, eso en mi fuero interno. Pero cuando salimos a la calle así vestidos, Eduardo, nos sacó una foto a los dos. Chau, el mundo se enterará que fui ayudante de Papá Noel. Y no le bastó con una foto, sino que la selfi no se hizo esperar.
Manejé mudo rumbo al Hospital de Niños. No tenía la menor idea de lo que me esperaba. Al lado mío iba la inefable Graciela, que habló todo el viaje. Atrás hablando, y riendo, estentóreamente, Don Noel. A su lado Chiquito que parecía disfrutar de su rol de reno.
Me creerían que Graciela le puso una vincha con cuernos, y Chiquito ni se molestó. Solo, muy solo estaba, y debía seguir remando en ese mar de dulce de leche. Aunque solo tuviera un par de palillos de remos.
Acomodamos a Don Noel en el carrito, que era un poco más grande que un carrito de supermercado y le pusimos las varas a Chiquito. El tipo tiró de ese trineo improvisado como si toda la vida lo hubiera hecho. Para mí en otra vida fue el reno Rodolfo.
Nunca imaginé el recibimiento que le hicieron a Don Noel. Todos, pero todos lo aplaudía y vitoreaban. No sé cuántas veces lloré. Graciela no se quedó atrás. Ver pibes en internados que recibían los regalos hizo que se me estrujara un poco el corazón.
Pese a todo lo que sufrí antes, con la situación involuntaria, me alegró el alma. Mi espíritu se reconfortó con lo que vi y viví. Ninguno de nosotros salió igual a cómo entró al hospital. Ni siquiera Chiquito que recibió más cariño que en toda su existencia.
Al salir Don Noel, Eduardo, a secas luego de lo vivido, nos miró a los tres y nos dijo: “El año que viene cuento con ustedes, ¿no?”. Chiquito por primera vez en toda la jornada ladró. Nos miramos con Graciela y a dúo dijimos que sí.
Nunca me arrepentiré de esa tarde que conocí a Papá Noel. Ahora todos ustedes lo saben, pero mantengan el secreto, por los pibes…
Cualquier parecido con la ficción es pura realidad.
Este relato fierrero fue publicado originalmente el miércoles 22 de diciembre de 2021 en la comunidad Taringa At Night para el concurso “Navidad en Taringa!”.
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