El interés que guía al filósofo moralista es, más que rastrear el paso de la humanidad de un tipo de civilización a otro, distinguir en cada tipo de civilización lo bueno y lo malo que comporta.
Jorge Santayana, 1951.
Una de las tareas del filósofo moral tal como yo lo concibo -sobra decir que todas las personas son filósofas, aunque unas le dediquen más tiempo que otras- consistiría en elaborar un sistema ético coherente y equilibrado a partir del análisis del mayor número de deseos y necesidades humanas expresadas a lo largo del tiempo -ayudándose de la historia-, del espacio -ayudándose de la antropología- y del estrato social -ayudándose de la sociología-, teniendo en cuenta qué deseos son y han sido más valorados universalmente que otros. Para ello, debería mostrar con la mayor claridad posible qué deseos son compatibles con qué otros deseos y cuáles no ("los deseos correctos serán aquellos que sean capaces de ser composibles con tantos deseos diferentes como sea posible", decía Russell), a la espera de que su trabajo le resulte útil a los demás tanto como a sí mismo, si bien el propio Santayana nos prevenía de que “no se debe esperar que lo que, según el propio entender, es bueno y hermoso prevalezca y perdure en el mundo”. Por esa razón, porque la naturaleza es cambio y no nos pertenece, en ningún caso el filósofo o la filósofa debería imponer a los demás ni física ni intelectualmente qué deben desear y qué no -incluida esta prescripción-, pues una sociedad con libertad de pensamiento, allí donde ha podido tener lugar en algún grado, ha demostrado ser mejor que una sociedad sin ella. El moralista juzga, el filósofo explica y el sabio transige, y en todos nosotros hay un poco de cada uno de ellos.
Veamos algunos ejemplos. Si una persona desea que los coches sean eléctricos y al mismo tiempo sostenibles, debería saber que ambos deseos no se pueden satisfacer a la vez. En consecuencia, tendría que elegir: o automoción, o sostenibilidad, o en el mejor de los casos un poquito de ambos en un difícil equilibrio. Lo mismo si desea vivir en una ciudad y al mismo tiempo en una democracia, si desea ser una persona realmente autónoma y a la vez quiere percibir una renta básica o darse de alta como autónomo en el registro mercantil, si desea ser lo más libre posible y también que un ejército profesional le «proteja», si desea que su hermana prescinda de los ansiolíticos y al mismo tiempo que tenga «éxito» en el trabajo, si desea un país competitivo de especialistas eficientes y a la vez desea la no alienación de sus vecinos, si desea una sociedad rica e industrializada y al mismo tiempo igualitaria -como ya advirtiera Illich en los años setenta-, si desea que haya igualdad de oportunidades para los niños y a la vez desea, basándose en argumentos meritocráticos, que sus padres tengan un «poder adquisitivo» diferente, si desea más tecnología y al mismo tiempo más contacto con la naturaleza, o si desea disponer de dinero como medio para conseguir bienes y servicios y al mismo tiempo desea tener relaciones más profundas con los demás.
Por supuesto que, en teoría, siempre es posible elegir opciones intermedias, como por ejemplo una ciudad pequeñita y una democracia no tan directa, o «monedas sociales» y unas relaciones comunitarias algo mercantilizadas, o cierto grado de división del trabajo y una alienación y desigualdad moderadas. Lo que no se puede, en cualquier caso, es esperar lo máximo de ambas cosas. Si uno quiere desplazarse lo más rápido y cómodo posible, no puede esperar un industrialismo verde y amable. Y digo «en teoría» porque dicha elección consciente y colectiva sería lo ideal, sin embargo en la práctica, como sociedad y como individuos que tienen que tomar decisiones a diario en un mar de inercias sociales y mentales, solemos estar en misa y repicando, es decir, pidiendo la Luna y a ser posible también Encélado.