La verdadera patria del hombre es la infancia.
Rainer Maria Rilke.
¿No viene del olvido de ella el endurecimiento en el que acabamos? Se preguntaba Gabriela Mistral a la hora de invitar al varado transeúnte de lecturas a abrir la obra de Rainer Maria Rilke, poeta por antonomasia, defensor quijotesco de la infancia, As de corazones ante la monstruosidad que sacude el hombre adulto en este globo terráqueo. No dudo siquiera un segundo en admitir que Mistral lleva(ba) razón, en que el olvido de aquella ternura, inocencia pura, gracejo omnipresente conlleva a un distanciamiento (a la Entfremdung que ya avistó Karl Marx y Erich Fromm) de los valores del ser (del Sein) para transfigurarse en un lacayo mutilado, ciego, torpe que rige sus actitudes, su comportamiento y pensamiento por la bestia del capitalismo gore de nuestros días.
Es obvio que con el frenético tropiezo de años, lustros, décadas surgen generaciones dispares en lo referido a todo su universo. El otro día, haciendo balance entre copas y cervezas, contando anécdotas y convirtiendo los cochitos de choque como el más audaz y subversivo entretenimiento para celebrar el nuevo año, hablábamos por unos segundos de nuestra generación. Entre risas, sin desaliñar en ningún momento el humor y el optimismo, se decía que éramos una generación bien formada, pese a que muchos inflaban la militancia en la empresa más grande de España, el INEM. Más allá de las aptitudes y habilidades que demanda el feroz y abyecto mercado que ha devorado hasta el último suspiro de dignidad, pensé que, además, éramos una generación que se nutrió de una manera sana de la infancia. Dejando aparte las colecciones de cromos, los chutes de balón en el patio del recreo, la merienda con bocatas de tulipán y chorizo o los juguetes de aquella época -sean los muñecos , los coches o el Rubik- he contemplado que gracias a lo que veíamos en la tele de antaño somos lo que somos. Quizás estamos más predispuestos a la sensibilidad, a las emociones por haber contemplado el drama de Marco y su mono Amedio o ver el periplo de Heidi, enfrentándose a la maligna señorita Rottenmeier. También es posible que defendamos la alegría y el altruismo, los besos de nariz por seguir, sobre los lomos de Swift, las aventuras de David el Gnomo. Dejar los problemas a un lado y bailar, cantar, descubrir nuevos rincones del mundo que mandaba el tío Mad a una roca llamada Fraggle Rock o en la casa de Quique, donde pululaban los Diminutos con las travesuras del loco de Dinky y su abuelo, entre otros. Respetamos la multiculturalidad, la diferencia entre unos y otros gracias a saber convivir como los Fruittis y, ya por aquél entonces, éramos algo sabios al conocer las obras más destacadas de la literatura de Alejandro Dumas o Jules Verne. Bebimos del ansia de justicia, la defensa noble de un amor en D'Artacan y los tres mosqueperros o en las aventuras de un auténtico gentleman inglés como fue Willy Fog que se adentraba a retar al nuevo orden mundial junto con el pequeño Tico, Rigodon y la dulce Romy. Cultivamos la astucia y el intelecto con el personaje de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes, intentando desarmar las maldades que ocultaba el risorio del doctor Moriarty (¡Ja, je, ji, jo, ju!) y sí, nos hicimos algo gamberros gracias a Chicho Terremoto que, en el fondo, no era tan malo. La fantasía y la imaginación son otras habilidades que obtuvimos gracias a ver Dragones y Mazmorras o He-Man y aprendimos mucho del desgarrador mundo que nos esperaba fuera del colegio intentando custodiar a Mofli de las zarpas del capitalismo, o viendo cómo Érase una vez el hombre, la vida, la historia. Y sí, gracias a los Trotamúsicos obtuvimos ese oído musical que hizo de muchos de nosotros auténticos melómanos al comprobar que la música es el pentagrama perfecto que se ha de hilar tras nuestros pasos. Y por último, no cabe olvidar que los deseos, el sacrificio, la deportividad del respeto y la problemática geométrica surgió con las sagas de Oliver y Benji. Esto son tan solo algunas pinceladas de lo que nos brindó la infancia televisiva en tiempos donde los medios de comunicación no olvidaban que la infancia, y sus respectivos grandes valores, no eran un mero valor a devaluar. Se ofrecía gracejo, reflexión, simpatía y empatía, instrucción para deambular con la frente bien alta a la hora de vivir como nuestros grandes héroes de la pequeña pantalla technicolor. Y es así como nuestra generación no se ha endurecido, recuerda y sonríe, con un frunce de ceño, la dignidad indignada frente a estos monstruos surgidos de la cazuela de la bruja Avería. Y, pese a las múltiples puertas que he dejado abiertas tras las letras de este humilde texto, les dejo por último un recopilatorio con algunas series de dibujos animados de nuestra infancia.