La verdad es que los móviles -con todo lo útiles e indispensables que son para que podamos sacarle fotos a todo lo que nos llevamos al buche- nos han privado de gran parte del suspense de los dramas humanos. Imagínense ustedes lo que habría sido perder a La Jefa en aquel Bronx afrancesado sin un teléfono que llevarse a la oreja. Ni pensarlo quiero.
Tuvimos nuestro minuto de contener la respiración sin dar crédito. Y nuestros cinco minutos de mirarnos muy serias y apoderarse de nosotras una risa de esas que te sacan las lágrimas. Una llamada de teléfono nos confirmó que la culpa había sido de la máquina expendedora que después de tragarse un euro sin darle nada a cambio había deglutido la siguiente moneda sin ser capaz de completar la operación de expulsión del kínder bueno que se quedó suspendido en tierra de nadie.
La Jefa tuvo pues que abandonar la estación y, valiéndose de sus mejores técnicas de camuflaje, realizar una discreta disposición de efectivo del cajero más cercano para subirse casi en marcha al siguiente cercanías que tuvo a bien parar en aquella estación dejada de la mano de Dios. Veinte minutos después nos reagrupábamos en La Terminal que bullía ya en un maremágnum de pasajeros sin avión y desesperaciones de grados varios. Ya queda menos pensé yo. Cuánto me equivocaba…
Si hay una técnica que el personal aeroportuario domina a la perfección es la de pasarse el marrón, en este caso el pasajero, de ventanilla en ventanilla. Si el de información te manda a atención al cliente, el de atención al cliente te dice que no, que tu caso es de los de la ventanilla de facturación que a su vez te deriva a la cola de pasajeros en tránsito para que vuelvas a encontrarte en la cola de información a la hora justa en la que todos se ponen el abrigo para irse a comer ante la mirada atónita de los cientos de pasajeros que, como tú, están perdidos en el abismo espacio-temporal de los aeropuertos colapsados. En Domingo. Para más inri.
Esta es otra técnica que, junto a la de barajar muchos papeles para que parezca que están en medio de algo muy importante mientras charlan animadamente con sus compañeros, el personal aeroportuario maneja divininamente, la técnica milenaria de ponerse el abrigo y dejarte con la palabra en la boca. Lo alarmante no es que el señor en cuestión acabe su turno sino que nunca, nunca, haya otro para remplazarlo. De forma que si cuando te pusiste a la cola había cuatro señoritas despachando cuando estás a escasos metros de la ansiada meta sólo queda una con cara de quedarle como muchísimo cinco minutos más de jornada laboral.
En este trasiego de cola en cola uno va sufriendo metamorfosis de carácter que nos empujan a confraternizar con nuestros compañeros de cola, sobretodo con los que están detrás, odiar visceralmente a todo aquel que encuentre una excusa para que le atiendan antes que a ti, volverse un esquirol cualquiera denunciando a voz en grito a todo aquel que ose saltarse el estricto código de honor que rige el noble acto de hacer cola, y volverse persona non-grata del personal de tierra tras marcarte un de esta cola no me mueven ni los geos.
Te sorprendes vociferando en idiomas que no sabías que hablabas, estando muy indignada porque a las pobres de delante no les encuentran otro vuelo a Viena y riéndote mucho porque a los tíos de atrás no les encuentran hotel más que en Eurodisney, a dos horitas largas del aeropuerto. Mandas a La Jefa a patrullar el perímetro de la cola para que nadie vuelva a colarse mientras La Boticaria se marca un cuerpo a tierra entre una tía con boina y muchas ganas de colarse y el de la ventanilla al grito de por ahí sí que no paso, mientras se os escapan comentarios muy obscenos sobre el culito prieto del chaval que no ha podido llegar a Estocolmo.
Nueve, n-u-e-v-e, horas después, y dos vuelos anulados mediante, dais con vuestros huesos de vuelta en el RER de camino a un París que se niega a dejaros ir.
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